Desde el retorno a la democracia el país ha atravesado por una serie de experiencias traumáticas en materia de estabilidad democrática. Tanto así que me atrevería a decir que para quienes pintamos canas debería ser obligatorio trasladar a las nuevas generaciones las particularidades de la época en que pasábamos “estrenando” gobierno.
Luego de la inestabilidad nos fuimos al otro extremo del péndulo: un sistema hiperpresidencialista que no tenía nada que envidiar a Luis XIV: “el Estado soy yo”. Después de lo cual hemos ido y venido entre pactos, muerte cruzada y oposición.
Pero lo que sí debemos reconocer a los regímenes antes referidos en relación con su paso por el poder es que todos han gobernado con la convicción de que el poder es algo que se tiene para siempre. Tal vez por esta concepción absoluta quienes han pasado por Carondelet han dejado marcado el ritmo no solo de sus sucesores; sino de los sucesores de sus sucesores y así hasta nuestros días.
Cierto es que todos reclamamos continuidad en la obra pública, en los criterios de administración y en los proyectos de largo y mediano plazo como una forma de seguridad jurídica; pero no es menos cierto que hay herencias que nos pasan la factura.
Con ello me refiero no solo al nivel de endeudamiento, cuya fuente de pago compromete el futuro económico de nuestros bisnietos; también a las malas decisiones y pésimas ejecutorias de algunos, que luego le cuestan al país millones de dólares, los cuales, por cierto, no tiene.
Me refiero a casos públicos en que la justicia internacional ha señalado –vergonzosamente– a nuestro país como culpable de incumplir sus compromisos, vulneración de garantías y denegación de justicia. Tal vez el folclore local nos tiene acostumbrados a que estas tres acusaciones no suenen tan graves, pero créame amable lector, que este tipo de procesos en el plano internacional significan un pésimo precedente, aumentan el riesgo país y alejan la inversión extranjera.
Defenderse en casos como el de Chevron o el de los casinos expulsados del país, por citar los más recientes, le cuestan al país millones de dólares en abogados e indemnizaciones. Todo esto sin contar las preocupaciones que generan las medidas de presión que ejercen ciertos países como represalia por las faltas cometidas contra sus nacionales.
Es cierto que últimamente –gracias a una eficiente labor de los abogados estatales– se ha conseguido reducir los montos a pagar en algunos procesos, pero no es posible que quienes generan estos líos al país sin ninguna consideración al futuro se desentiendan de los daños que le causan a todos los ecuatorianos, que somos quienes al final pagamos la cuenta.
Hemos sostenido que para ejercer un cargo público se requiere no solo capacidad sino también coherencia y responsabilidad para poder enfrentar las difíciles decisiones. Pero sumado a ello debiera ser obligatorio ese examen de conciencia en el cual se tome en consideración cómo afectarán esas decisiones a los que vienen después.
No, señores, después de ustedes no viene el diluvio. El país sigue trabajando para pagar las cuentas de errores de buena o mala fe que quienes ejercen el poder cometen. (O)












