El 4 de diciembre de 1975 murió la filósofa y escritora alemano-judía Hanna Arendt, en Nueva York. Impresiona darnos cuenta de que sus reflexiones, que partieron de la situación europea en torno de la II Guerra Mundial, sean tan pertinentes para la actualidad. La humanidad parece obcecada en repetir su conducta destructora.

Como ya en 1933 entendió que el nacionalsocialismo se le iría encima a la raza judía y que los enérgicos discursos de Hitler ocultaban un plan macabro y totalitario, abandonó su país, recaló en París, sede de tantos refugiados –donde permaneció tiempo suficiente para vincularse temporalmente al sionismo, casarse por segunda vez y conocer persecución y apresamiento– y partió hacia los EE. UU. Solo un núcleo de intelectuales alemanes, los filósofos Heidegger y Jasper, de los que fue alumna, conocían de su enorme potencial intelectual, En Nueva York arrancó desde cero en materia de publicaciones e investigación.

Luego de años en las bibliotecas publicó Los orígenes del totalitarismo (1951), libro que estremeció las ideas políticas de la posguerra que ya había iniciado la Guerra Fría, con la aguda descripción de los procedimientos de los Estados que apuntan hacia la apropiación de pueblos y gobiernos, por algo, sus tesis se basan en la tríada: nacionalismo, imperialismo y totalitarismo, como pasos que habían llevado adelante la Alemania nazi y la dictadura de Stalin.

Luego de nueve años regresó a visitar su tierra y se encontró con la vasta reconstrucción que había emprendido Alemania, así como con sus maestros. La relación sentimental con Heidegger había terminado, pero ella mantuvo el lazo de amistad y buscó los reencuentros en cada regreso. Fue la conductora de la traducción de sus libros al inglés. Hanna escribió tan copiosa correspondencia que hoy se han publicado tomos completos que sirven para iluminar la comprensión de su obra.

La captura del nazi Adolf Eichmann en Buenos Aires, en 1961, atrajo la atención del mundo. Arendt pidió a The New Yorker asistir al juicio que se realizaría contra el convicto en Israel para escribir sobre ello. Publicó, dos años después, cinco reportajes que se convertirían en el libro Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal (1963), que causó un terrible rechazo. El mundo judío y los solidarios con el Holocausto no encontraron una declaratoria del supremo crimen de los nazis con el correspondiente análisis de proyecto atroz, sino la sorpresa de la autora y hasta el aburrimiento de haber escuchado a un genocida hablar como un ciudadano común, como un segundón en la cadena jerárquica, que solo cumplió las órdenes que le impusieron. Si eso es así, Arendt señala que la irradiación del mal la puede hacer cualquiera. Y eso sería más peligroso.

El pensamiento político de esta filósofa rastreó fenómenos sociales que deben abordarse con decisiones políticas, como la segregación racial en EE. UU. que, en su tiempo, pese a la abolición de la esclavitud vivía las secuelas del divisionismo. Y la reacción de Hungría ante la garra de Rusia. Se quedó viuda de su gran compañero Heinrich Blücher, afín en todo, y siguió mirando y analizando el mundo, donándose a través de la palabra. Esta tarde, Tatiana Landín y yo conversaremos sobre las ideas de ella, en el Centro Cultural Alemán. (O)