Vivo en un edificio que tiene de vecino a un manglar. Hace poco, el inclemente sol provocó un incendio que generó alarma en los condóminos. Nos refugiamos durante horas en una calle cercana, observando el incansable trajinar del Cuerpo de Bomberos para dominarlo.

Mientras esperábamos me conmovió la voluntariedad de quienes luchaban contra el incendio. Hombres y mujeres de toda edad y condición social dejaron lo que hacían esa tarde de fuego para cambiar su vestimenta por equipos de protección que sacaban presurosos de sus vehículos. Me pregunté qué haríamos sin ellos y cuán pocas veces les agradecemos su anónimo protagonismo.

En 1898, mi ancestro Miguel G. Hurtado, entonces primer jefe del Cuerpo de Bomberos, presentó una propuesta sobre la provisión de agua suficiente para evitar desastres causados por grandes incendios en Guayaquil, como el de 1896 que consumió 89 manzanas, la mitad de la urbe. Así, en 1905 se inauguró la Planta Proveedora de Agua, que succionaba agua del río Guayas, llevándola a los tanques del cerro Santa Ana, que alimentarían la red de hidrantes que se instalaron en la ciudad.

Guayaquil ha sido pionera en canalizar la sorprendente energía ciudadana en acciones de responsabilidad social...

Esto me recordó por qué fui varias veces voluntaria. Y si bien mamá fue mi ejemplo como presidenta de la Sociedad Femenina de Cultura y miembro de la Cruz Roja, hay otra razón poderosa, ilustrada por Nechama Tec. Ella sostiene que la clase social, educación, edad, credo o ideología no fueron determinantes para quienes salvaron vidas judías en la invasión nazi a Polonia. Fue su inquietud espiritual por el sufrimiento de otros el motivo: “No podían comportarse de otra manera”. Lo vemos estos días en Turquía y Siria con 50.000 voluntarios apoyando labores de rescate tras el devastador terremoto.

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Guayaquil ha sido pionera en canalizar la sorprendente energía ciudadana en acciones de responsabilidad social que nos enorgullecen. El Cuerpo de Bomberos (1835), la Sociedad de Beneficencia de Señoras (1878), la Junta de Beneficencia (1888), Cruz Roja (1910), Solca (1951), Fasinarm (1966), Acorvol (1973), comités cívicos y culturales, y decenas de entidades voluntarias han forjado el devenir histórico de la ciudad-puerto y su vibrante espíritu, que es nuestro mayor legado para hijos y nietos.

El esfuerzo del voluntariado es difícil de cuantificar; sin embargo, la Unesco y la OIT han propuesto varias metodologías: el enfoque de coste de oportunidad (salario por hora de un voluntario en empleo remunerado); el coste de sustitución (lo que debería recibir un empleado por el trabajo voluntario); el salario de apoyo social o valor social añadido. En promedio, esta contribución representaría entre el 0,7 % y 0,8 % del PIB.

Esperamos que el proyecto de Ley Orgánica para la Acción Voluntaria en el Ecuador, tramitado por la Asamblea en primer debate el 2 de febrero, incluya la valoración de su impacto socioeconómico, la concepción de solidaridad transformadora, el aporte de las nuevas generaciones, el compromiso activista y el rol de las universidades, favoreciendo el fortalecimiento de la participación responsable de los ecuatorianos y apuntalando el cumplimiento de los ODS 2030. (O)