Hasta el momento de escribir este artículo no ha habido una traducción medianamente comprensible del mensaje críptico que envió el presidente el miércoles pasado. En medio de reclamos que, se debe suponer, iban dirigidos a la Corte Constitucional, insertó una frase sin sujeto y con dos verbos conjugados en infinitivo que no precisan las acciones a las que aluden. La mención a una asamblea constituyente dentro de esa confusa oración alentó las especulaciones. Si lo que buscaba era generar expectativa, sobre una nueva refundación del país, lo logró en alguna medida. Pero fracasó totalmente si con ello esperaba desviar la atención mayoritaria de la ciudadanía, que estaba concentrada en la eliminación del subsidio al diésel. Al colocar un nuevo tema sobre la mesa –y sobre todo uno de la magnitud de un proceso constituyente– logró precisamente lo contrario. Al conflicto en ciernes, que exigía un manejo político inteligente, le añadió más conflictividad.
Si en realidad está dispuesto a impulsar un proceso de elaboración de una nueva constitución, entonces el asunto se sitúa en varios planos, de los cuales cabe destacar tres. Primero, es necesario conocer por lo menos las líneas generales del contenido o la orientación que tendría la nueva constitución. Se supone que, para esto, debe contar previamente con un diagnóstico serio, no el que se hace en los discursos de barricada y en las redes sociales, sobre lo que está mal en la actual. Decir que hay que eliminarla está bien para la tarima, pero no sirve de nada si lo que se quiere es cambiar al país.
En segundo lugar, es necesario conocer los aspectos básicos del procedimiento que se utilizará.
Una cosa es que se la haga siguiendo los pasos establecidos por la actual, que demandan algún tiempo y que requieren la participación de otras instituciones, como la Corte Constitucional, con la que entra en conflicto cada vez que envía una ley urgente y cada propuesta de consulta. Otra cosa es que piense en una junta de notables o en una comisión como la que se utilizó para salir de la última dictadura, pero ninguna de estas tendría la cobertura legal necesaria.
En tercer lugar está el aspecto concreto de los nombres, apellidos, profesiones y preferencias de quienes se encargarían de elaborarla. Si se los escoge democráticamente por elección, lo más probable es que haya una mayoría (posiblemente no absoluta, pero mayoría, al fin) de los fantasmas que le quitan el sueño al presidente. También es seguro que el nivel de preparación de los elegidos no sea ni un milímetro superior al de los (y las) actuales asambleístas, lo que garantizaría contar con una constitución de usar y tirar. Si, por el contrario, se va por el lado de los notables o de la comisión, la constitución resultante no tendría la legitimidad necesaria aunque se la sometiera a una ratificación posterior.
Para mayor confusión, todo lo señalado en los párrafos anteriores puede quedar en el olvido, ya que, en el tiempo tomado para escribir este artículo, el presidente lanzó un nuevo misil. Esta vez se olvidó de la Constitución y de los múltiples temas de la consulta que venía impulsando previamente y presentó la propuesta de un referéndum sobre un solo tema, el de las bases militares. (O)