Los utensilios de la cocina, que dejaron de ser usados hace décadas, dan cuenta de lo que fue un hogar. El hogar de alguien que huía. El hogar de un exiliado. Están a la vista vasos de cristal, platos de cerámica, un palo de amasar, así como ollas y otros objetos que fueron utilizados para los pocos momentos en los que la familia podía sentirse en el aquí y el ahora. En esta casa cenaban el abuelo, la abuela y un nieto de 14 años, Seva, destinado a ser el sobreviviente de una descendencia arrasada. La casa tiene un cálido ambiente campestre, propio de aquel Coyoacán rural de la década cuarenta, y la luz entra casi a todos los espacios. Ingreso al estudio con la sensación de haber estado ya aquí, gracias a las páginas de El hombre que amaba los perros, la novela de Leonardo Padura. Fue como lector que asistí a la trágica tarde del 10 de agosto de 1940, cuando frente a esos libros y a ese amplio escritorio de madera fue asesinado con un piolet el líder y pensador comunista León Trotsky.

Junto al modesto dormitorio se encuentra el baño, en donde se conservan un traje de Trotsky y un abrigo de su esposa Natalia. Prendas reales, de personas que alguna vez fueron reales. La tina es blanca y pequeña, estrecha para cuerpos que en otros tiempos estuvieron rodeados de multitudes en la Plaza Roja. Junto a la tina hay un jarro y una lavacara, posiblemente de porcelana, para lavar unas manos que dijeron pertenecer al proletariado y prometieron labrar una sociedad sin clases. Natalia siguió viviendo en esta casa por el resto de su vida. México se había convertido en su último rincón del mundo, quizá porque a veces pertenecemos a los sitios en donde enterramos a nuestros muertos. En una ocasión le escribió una carta al presidente Lázaro Cárdenas, quien les concedió el asilo, para decirle que gracias a él la vida de su esposo se prolongó alrededor de 48 meses. Para ellos, que habían sido incapaces de defender a sus hijos del odio y asedio de Stalin, la mirada estoica ante la muerte se había convertido en una manera de vivir: “Morir no es un problema cuando un hombre ha cumplido su misión histórica”, dijo Trotsky alguna vez, consciente de que había sido el creador del Ejército Rojo y junto a Lenin el ideólogo de la Unión Soviética, y que nada de eso le salvaría de la sentencia de muerte que Stalin había pronunciado en su contra.

En el jardín, bajo una escultura que tiene en su centro la hoz y el martillo, se encuentran los restos de León y de Natalia. El viento no necesariamente iza la bandera roja que preside el monumento. Alrededor se pueden apreciar las jaulas de madera en donde vivían los conejos y las gallinas que criaban; elementos de una cotidianidad que fue rota brutalmente. En la que había sido una bodega hay un tradicional altar mexicano que rinde homenaje a quienes habitaron este espacio, con sus fotografías: imágenes que recrean varios momentos de felicidad o, al menos, de alivio. Esta casa fue un refugio, luego el lugar de los hechos de un asesinato. Hoy es un museo y posiblemente, para unos pocos, un lugar de culto. ¿Pero a qué? Quizá al testimonio de que toda guerra ideológica es, inevitablemente, una guerra fratricida, o a que los más altruistas sueños, en la paranoia del poder, se pueden volver pesadillas. Pero también esta casa, que alguna vez fue atacada a balazos por el pintor estalinista David Alfaro Siqueiros, es un homenaje al derecho humano al asilo. Hasta el final de sus días Trotsky creyó que el estalinismo era la desviación perniciosa de la más grande obra colectiva que el ser humano fue capaz de concebir. No fue, me parece, consciente de que con todo su humanismo había ayudado a construir una de las mayores pesadillas autoritarias de la historia. En cualquier caso, esta casa, que tiene un bello jardín, fue el refugio de un hombre que soñó y padeció la puesta en marcha de su sueño. (O)