En 1982, junto con mis colegas de la Novena Promoción del Instituto de Altos Estudios Nacionales del Ecuador, fuimos invitados a visitar la República Popular China.

La China que visitamos era un país pobre, con índices de desarrollo inferiores a los del Ecuador, que en esa época se vanagloriaba de una economía fortalecida por el petróleo. La clase media ecuatoriana dio un salto cualitativo y cuantitativo; la economía mejoró sustancialmente sus indicadores. Pasamos de ser un país sumido en la pobreza, sustentado en la agricultura primaria, a convertirnos en un país de renta media. Los ecuatorianos viajábamos sin necesidad de visa a la mayoría de los países del mundo.

La pobreza que encontramos en China era verdaderamente impresionante. Para millones de seres humanos, el gran logro había sido dejar atrás las hambrunas del pasado inmediato. La China de 1982 estaba inmersa en la etapa política conocida como “El juicio de la Viuda de Mao y la Pandilla de los Cuatro”. Era una época histórica crucial, pues culminaban los efectos de la “Revolución Cultural” y ascendía al poder Deng Xiaoping, un líder visionario que luego sería llamado “el modernizador de China”. Deng pasó del destierro en un lejano colectivo, cultivando papas, al solio de Secretario del Partido y Presidente de la China Popular.

Muy propio de la filosofía oriental, Deng explicaba que su objetivo era claro: “no importa de qué color es el gato, mientras cace ratones”, en referencia a que las disputas ideológicas no debían regir los destinos de la nación, sino el pragmatismo. Años después conocería yo a Deng Pufang, su hijo, quien utilizaba una silla de ruedas, consecuencia —según se decía— de las torturas sufridas durante la Revolución Cultural.

Acabo de estar nuevamente en China y puedo afirmar que soy testigo de una de las transformaciones sociales más importantes de la historia contemporánea. La apertura a las fuerzas de la innovación, el trabajo individual y el estudio ha dado resultados espectaculares, convirtiendo al país en la segunda economía mundial en menos de cincuenta años.

China ha logrado pasar de ser un país agrícola primario o de subsistencia a convertirse en una sociedad urbanizada, moderna, altamente tecnológica, disciplinada y, sobre todo, orgullosa de su nuevo papel en la comunidad internacional. Para ello, ha educado a millones, les ha brindado salud y un nivel de bienestar envidiable para los países en vías de desarrollo.

Mientras viajábamos de Shanghái a Hangzhou a 310 kilómetros por hora en un tren de alta velocidad, mi esposa y yo recordábamos el camino primario que usamos en aquella época. Pensaba entonces lo bien que nos vendría a los ecuatorianos contar con uno de esos trenes que nos llevaran de Quito a Guayaquil en una hora y media. Soñar, como me recordó una amiga, no cuesta nada.

La sociedad ecuatoriana está atrapada en la incapacidad de diálogo de sus élites, lo que impide arribar a grandes acuerdos nacionales. Esa incapacidad nos ha vuelto presa del narcotráfico y nos ha convertido en lo que The New York Times define como uno de los países más violentos del mundo. Basta ya de rencillas parroquiales, ¡hagamos patria todos! (O)