Quince años después de la Primavera Árabe, vuelven las redes sociales a ser de mucha utilidad para los autores de violentas protestas que han derivado en derrocamientos políticos y muertes. Esta vez fue el hastío del autoritarismo corrupto lo que desbordó a la generación Z, similar a como en 2010 ocurrió con los millennials.

Veo con horror las imágenes de los principales edificios del poder nepalí en llamas, y la suma de cadáveres por decenas, y recuerdo los abusos que también se cometieron de manera periférica en las protestas anteriores en Túnez y Egipto. Y si antes sirvieron para convocar a los inconformes y forzar a través de las masas a cambios políticos como los que se dieron con dictaduras y tiranías; esta vez el protagonismo de las redes sociales ha sido mayor.

Enseñoreadas como están en el imaginario y en las rutinas de los centennialls, queda claro que nadie, por muy mandatario que sea, puede atreverse a prohibir radicalmente su uso. Menos aún, cuando la motivación como en Nepal ha sido el boom tiktokero que rechaza a los nepo-kids, la manera en que ellos definen a los parientes jóvenes de burócratas poderosos que se estrenan en lo público sin experiencia, pero con muchas ansias de enriquecerse por la vía rápida de tomar lo ajeno.

Y si las sociedades como esa y como muchas del orbe han decidido tolerar que esos abusadores del poder, revestidos de corrupción, deambulen libremente, queda claro con lo ocurrido en Nepal que a lo que no están dispuestos es a que se les impida expresarse y difundirlo por redes, que constituye una vía de desfogue social, aunque a menudo también estas sean escenario de abusos contra la honra y el buen nombre.

El espejo de Nepal, de ahora en más, debe servir de referente político a los gobernantes, demócratas o no, que intentan poner controles rígidos a la comunicación digital. No entienden que para la actual generación centennial pensante puede faltar agua, comida, pero internet no puede faltar jamás. Y que Facebook o Instagram ya no son del señor Zuckerberg, sino de sus miles de millones de usuarios, que las defenderán con uñas y dientes porque las sienten instrumentos de su libertad y de la libre difusión de su pensamiento. Ni qué decir de TikTok, que a pesar de su origen chino no ha podido ser bloqueada por potencias que proponen opciones que no calan en los tiktokers. Más allá del discurso y unas pocas acciones, solo al derrocado gobernante nepalí se le ocurrió ponerle un dique rígido a esa vía de comunicación, cuando ya sus jóvenes han tenido plenos accesos.

Decir Nepal por este lado del mundo ya no solo será recordar a nuestros montañistas que lograron coronar el monte Everest, el más grande del mundo y que está allá. O todo el misticismo que detona el ser ese país la cuna de Buda. Será de ahora en más un escenario contemporáneo de la violencia a la que puede ascender la furia de jóvenes digitales que han sentido amenazada su posibilidad de expresarse, por parte de quienes esconden a otros jóvenes como ellos que se inauguraron muy temprano en la corrupción, que es la desgracia de ese país. La desgracia, lamentablemente también, de muchos otros países. (O)