Todas las generaciones consideran que los tiempos en los que transcurrió su juventud fueron bellos, interesantes e importantes. Puede que mi visión esté distorsionada por esa tendencia, porque encuentro que los años sesenta y setenta, cuando éramos jóvenes, vitales y resueltos, fueron decisivos. Podría proponer un enfoque meramente estético y colocar sobre la mesa el tema de la música de aquel tiempo, que permanece vigente y, lo que es curioso, “joven”; de allí el interés de ver a los Rolling y a Dylan por más que estén medio momificados. O el cine, que, por razones sociológicas y técnicas, alcanzó en esas décadas un esplendor que no empañaron los remakes en un 98 por ciento desafortunados. Hagamos un corte político, digamos, y veremos que los sueños y luchas de esos momentos lograron transformaciones que siguen desarrollándose, caminos aún a medio andar que, sin aquellas manifestaciones de rebeldía y de protesta, no se habrían iniciado. El desmonte de la segregación racial, de los vestigios del fascismo, la liberación de la mujer y otras transformaciones vitales avanzaron lo suficiente para volverse irreversibles.

Un ícono singular de aquella época ha muerto este mes. Hablo de Sidney Poitier, a quien su talento lo hizo brillar en aquella época dorada de la cinematografía, pero su compromiso con la lucha por los derechos universales duplicó el valor de su aporte. Estas contribuciones fueron posibles gracias a su condición: era negro, siendo el primer actor de esa raza en ganar un Óscar. Nacido accidentalmente en Miami, pero proveniente de las islas Bahamas, se estrelló contra el establecimiento racista de Estados Unidos, que lo llevó a vivir sus primeros años en ese país en condiciones que lindaban con la delincuencia, pero que superó la hostilidad con tesón e inteligencia. Acompañó a Martin Luther King en sus marchas y el gran líder lo reconoció con calurosa efusión. No dejó pasar nunca una oportunidad para expresar con claridad absoluta su postura en defensa de sus hermanos.

Al revisar su extensa filmografía me doy cuenta de que, si bien lo admiraba, no fui su seguidor fiel. Solo he visto El día del chacal, en la que hace un papel secundario; ¿Sabes quién viene a cenar?, en la que brilla rodeado de un elenco de celebridades; y Al maestro con cariño, que me conmovió por su sobria belleza, pero sobre todo por tratarse de una historia de estudiantes de secundaria, como éramos tú y yo, cuando la vimos en el desaparecido Cine Colón de Quito. Lulu cantaba el tema musical. Y después comimos un banana–split en La Fuente... Recuerdos y atención dispersa, combinación peligrosa. Años después se pondría de moda criticar a Poitier por hacer casi siempre papeles de negro brillante, correcto, en busca de integración. Un crítico afroamericano hizo una pregunta que se hizo famosa: “¿Por qué la América blanca ama tanto a Sidney Poitier?”. Su mensaje de entereza y dignidad, que era el mismo de Luther King, resultaba demasiado pacífico y honesto para las nuevas tendencias, orientadas hacia el resentimiento y la violencia. Corrientes turbulentas que no solo permanecen, sino que en los últimos años parecen predominar. (O)