La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) acaba de publicar la Evaluación Internacional de Educación basada en Ciencia y Evidencia (IECE), que resalta la importancia de la creación organizada de evidencia replicable para la toma de decisiones. El informe, primero, recomienda definir qué cuenta como evidencia, pues no se deben establecer relaciones de causalidad de manera ligera. Un ejemplo de este error es el “estudio” de Juan Ponce de la Flacso que adujo peregrinamente que la entrega de uniformes gratuitos redujo la matriculación escolar en algún lugar recóndito del país.

Segundo, advierte la necesidad de comprender cómo los contextos locales pueden influir en los impactos de una intervención educativa. Hay que preguntarse si algo que “funciona” en general puede hacerlo en cierto lugar, cualquier día y en un aula específica. En un país tan diverso como Ecuador, esto supone recolectar datos ampliamente y de manera sistemática y granular cuando no podemos ni dar mantenimiento a las paredes de colegios.

Tercero, el informe IECE insiste en que la evidencia científica debe pesar por sobre la opinión, pero aun cuando contamos con estadísticas, parece que nos cuesta utilizarlas. Una muestra de ello es la aseveración de la ministra de Educación, María Brown, de que los niños y jóvenes debían regresar a clases presenciales debido al incremento de suicidios en esas edades en la pandemia, recitando sin reflexión propia el discurso de Unicef. En 2020 en Ecuador bajaron los suicidios en menores de edad, seguramente debido a que el acoso escolar es tan alto en el país que el confinamiento supuso más bien un alivio para los estudiantes. Esto lo confirma una investigación que muestra cómo aun en hogares violentos los niños y jóvenes se sienten más seguros que en las instituciones educativas ecuatorianas.

Ante la falta de estudios sobre la efectividad de intervenciones educativas, nuestro país continúa experimentando un alto grado de incertidumbre. Aunque ninguna predicción científica puede garantizar que un programa será un éxito rotundo, es necesario utilizar datos mínimos para diseñar una medida educativa para que efectivamente logre resultados cercanos a los esperados.

Pero ni siquiera en la época cientifista de los inicios de este milenio, el Estado ecuatoriano aprovechó la oportunidad de conocer mejor la realidad que decía que buscaba cambiar. La pequeña pero influyente ola de creencias neurocientíficas que pasó por el Ministerio de Educación, cuando Brown trabajaba ahí, inspiraron experimentos variopintos con escasas bases científicas. Como consecuencia inintencionada, el Gobierno embarcó a colegios públicos en el programa de Bachillerato Internacional (cuya meta es armonizar las credenciales de estudiantes entre países, no resolver falencias institucionales) para que la mayoría fracase en el logro de objetivos medibles.

Será difícil que el ministerio reúna evidencias de valor mientras dependa de consultorías esporádicas y su personal continúe rotando. Es mejor que no tome ninguna idea de este informe y siga actuando por piloto automático. (O)