Lo bueno de trabajar con la lengua española es que una vive con una antena siempre atenta a lo que oye, dice, lee y escribe. Entiendo que es solo prurito profesional y me imagino a los médicos, por ejemplo, reparando en la palidez del mesero que lo atiende en la cafetería y a los arquitectos mirando el desequilibrio de arcos y losetas cuando aprecia un edificio. En materia de audición, el habla como realidad espontánea, nos ha hecho tolerantes con las ideas inacabadas y las repeticiones. Pero leer textos mal escritos, ya es otra cosa.
Aquello de que “se elogia en público y se corrige en privado” es como el libro de Carreño: merece un remozamiento. Las redes sociales hacen tal exposición de la vida y pensamiento de las personas, que la noción de lo privado ha cambiado, algunos dicen que está en vías de extinción. Aceptar que nos equivocamos y que merecemos una corrección, me luce como una humildad sabia, que ratifica nuestra fragilidad.
Esos medios que nos han convertido a todos en escritores deberían exigirnos algo, como una conciencia de idioma, que a la par de la conciencia de identidad, origen y nacionalidad potencie características colectivas que redunden en una ciudadanía práctica.
Novela en la noche: duro oficio
Pensando en estos temas, traigo a colación la palabra “lógico”. Tremendo concepto que aviva la memoria de cuándo empezamos a comprenderlo. Yo recibí nociones de esa naturaleza en el colegio y la estudié como una materia de todo un año, en la base de una carrera humanística. Se consideraba impensable acercarse a la filosofía sin antes conocer cómo se estructura el pensamiento, desde los más básicos silogismos al servicio de teorizar y moverse fluidamente en niveles abstractos.
Estudiar filosofía levantando edificios de ideas que se iban haciendo más complejas en la medida en que se complementaba o descartaba la teoría del pensador anterior, fue un gozo adquirido, gimnasia mental. Pero ocurre que hoy, todo eso se viene abajo, cuando alguien, ingenua o pretenciosamente, asiente con un “lógico”, cuando quiere decir un simple “sí, está bien, de acuerdo”.
El otro concepto que reviso en mis andares meditativos es “ridículo”. Sujeto a la historia, como muchos de ellos, el adjetivo califica a personas, situaciones o cosas que salgan de lo convencional y merezcan la burla o el desprecio de los demás. Pero si miramos hacia atrás, muchas de nuestras acciones de hoy habrían sido así juzgadas por nuestros antepasados. El llamado buen gusto es una tendencia clasista que la clase media imita para ser admitida y la clase popular desconoce por distante a sus movimientos y posibilidades. Y como todos respondemos a opiniones y conductas de nuestro entorno, los cambios son difíciles de asimilar o tal vez, imposibles. Mi madre me enseñó que los estampados no combinan con las rayas o cuadros en la ropa, y por mucho que Ágata Ruiz de la Prada, modista española haya revolucionado el sentido de la armonía de colores y formas, jamás optaría por uno de sus diseños.
El sentido del ridículo es un corsé conductual o conjunto de prejuicios epocales, según como se mire. Cuando es muy agudo nos quita espontaneidad, o si es laxo nos convierte en espantapájaros, aunque felices, tal vez, hasta libres. Todo puede reflexionarse, me digo. Y termino esta columna. (O)