El lenguaje políticamente correcto nos fue conduciendo a encontrar las palabras adecuadas para no marginar, herir o subvalorar al diferente. Puedo mencionar obras literarias en que los términos “idiota”, “cretino”, “retardado” aludían, sin remordimientos, a personas con discapacidad intelectual. Hoy tenemos claro que la merma de las regulares capacidades físicas, sensoriales o cognitivas solo representa otra forma de emprender la vida y las relaciones sociales.

Como un texto lleva a otro en el maravilloso tejido del saber, una mención de parte de Guillermo Morán, estimado exalumno, en un artículo de la revista quiteña Elipsis, me hizo ver que en ocasiones yo había aludido a la extraordinaria mujer que fue Hellen Keller y que no había leído su autobiografía. Consumida en dos días, brillan sus palabras en mi memoria para iluminar con luz propia el paso de su excepcionalidad. La escritora y lideresa de acciones pedagógicas nació sana, en un pueblito de Alabama, en 1880, pero unas fiebres la dejaron ciega y sorda a los 19 meses.

Yo venía del deslumbramiento de haber visto y repetido la película Ana de los milagros, de 1962, que recoge solamente el momento inicial de educación del animalillo salvaje que era Helen, de parte de Anne Sullivan, quien le abre el camino de la mente a las palabras para que pudiera pensar y expresarse por medio del lenguaje de manos. El filme es excelente, en él apreciamos el esfuerzo educativo de la maestra y su lucha contra el silencio de la niña y hasta con la incomprensión de la familia que la contrata.

Leer a Keller es otra cosa. Su Historia de mi vida ostenta la elocuencia descriptiva de quien ama la naturaleza y solo la ha visto con la imaginación, de quien ingresó tarde y lentamente a la vida para admirar cada rasgo que primero captó solamente con dos sentidos –el tacto y el olfato– y que cuando fue tocada por la varita mágica educativa, estallaron dentro de su mente en una interacción distinta a la habitual, pero marcada por una recepción positiva y alegre. No hay una gota de amargura en su testimonio. Las rabietas infantiles –su maestra llegó cuando tenía siete años– fueron remplazadas por una avidez de conocer que la llevó al estudio para aprender alemán, francés, latín y múltiples conocimientos. Llegó a la universidad, se convirtió en una humanista de amplias miras, con lecturas y escrituras en braille y tocando los labios de sus interlocutores. Jamás olvidaré la foto que en mi infancia vi en la revista Life, cuando ella pone sus manos en la garganta del gran tenor Caruso mientras él canta.

Su autobiografía ilustra su relación con los libros. Desde la dependencia a que su maestra le “lea” –en realidad traduzca las palabras a los signos de mano– a cuando pudo consumirlo todo en letras con relieve. Entonces descubrió que “la gran poesía, ya esté escrita en griego o en inglés, no necesita otro intérprete que el corazón receptivo” y reconviene a los profesores que entorpecen la relación con los poemas a costa de pesados comentarios. Leyó la Biblia y su inteligencia superior fue cuestionando versículos, al mismo tiempo que admirando las acciones de Rut, Judit y demás mujeres templadas del Antiguo Testamento.

Hay mucho que respetar en Helen. Su testimonio deconstruye la melosa compasión por la discapacidad sensorial. (O)