Había elegido escribir sobre el derecho a la alegría. Hurgué en mis saberes, mis convicciones, mis vivencias... y pensé que era un tema urgente, ahora que el miedo se ha vuelto rutina, y la angustia, una epidemia colectiva. Pero justo entonces me llegó un mensaje en tiempo real: en un colegio de Guayaquil intentaron secuestrar a un padre con su hija y otros niños. Afortunadamente, lograron impedirlo. ¿Alegría? ¿En serio? Parece casi obsceno hablar de eso cuando aún peleamos por la indignación, la dignidad, la solidaridad y la paz.

Y sin embargo, retomé mis palabras.

Hay días en que la violencia lo cubre todo. Se cuela en las noticias, en los chats, en las conversaciones de esquina. Días en que lo sucio, lo cruel, lo macabro, lo injusto parecen haber ganado terreno. Y aun así –sobre todo entonces–, es urgente defender el derecho a la belleza. Porque hablar de felicidad parece un insulto, una evasión. Y nos autocensuramos ante tanto dolor.

No hablo de adornos. Hablo de esa belleza que nos salva. De la música que nos contagia, del poema que nos conmueve, del gesto inesperado que nos reconcilia con el mundo. De lo pequeño y lo inmenso.

Cada vez entiendo mejor que los grandes cambios no se hacen solo con reformas ni con leyes. También con alegría, con ganas de vivir, con la esperanza de que es posible un mundo mejor.

La belleza no es un lujo. No distrae: recuerda. No desconoce el dolor: lo asume, lo trasciende. No pertenece a unos pocos: es un derecho profundo. Porque sin ella la vida se vuelve trámite. Y no vinimos a esta tierra solo a sobrevivir. Vinimos a amar, crear, bailar, sentir.

En universidades de Estados Unidos, de la India, enseñan cursos sobre la felicidad. Hace unos años hubiera sido impensable. Y no es porque no tengan problemas: es porque intuyen que un ser humano feliz no necesita anestesiarse ni destruir. Cuando vemos personas enamoradas, es como si el mundo tuviera luces que nacen de los seres humanos.

Si fuéramos capaces de vivir en paz con nosotros mismos, no necesitaríamos consumir drogas que alimentan el narcotráfico, que combaten muchos que lo mantienen consumiendo.

En esta ciudad que duele, donde el miedo acecha en cada esquina, no renunciemos al derecho de estremecernos por algo que no sea el miedo.

“Defender la alegría como una trinchera”, decía Benedetti. Y Guayaquil, entre caos y colores, nos lo recuerda. Las fiestas nos trajeron rostros amables… y también desbordes. Porque la alegría también hay que educarla: defenderla de sí misma, de sus excesos.

Cada vez más personas salen a correr por la ciudad, en grupos grandes, a paso lento o empujando una silla de ruedas. Luego se sientan a tomar un café, a contemplar el amanecer. Juntos.

Los que nos quieren resignados no entienden: un pueblo que canta y se abraza sigue de pie. Una mujer que se peina para ir al mercado. Una familia que baila salsa un domingo. No es frivolidad. Es coraje.

Por eso, aunque el mundo parezca arder, aunque nos digan que no queda esperanza, encendamos una vela, escuchemos una canción, sembremos una flor. Defender el derecho a la belleza no es un capricho: es una forma de seguir siendo humanos. (O)