Un generoso gesto de la escritora Aminta Buenaño pone en mis manos el libro Darío en el Ecuador de mi memoria (2017), de impresión nicaragüense, que me retrotrae a mis clases universitarias en las cuales el poeta de las princesas y los cisnes tuvo un puesto fundamental. El contenido, que de conferencia devino en libro, aporta los perfiles de varios grandes hombres de la literatura y la historia que estuvieron próximos en ideales y en amistad.

Grande y pobre Rubén Darío, al mismo tiempo. El poeta que, como a Aminta, nos salió al paso tempranamente en la vida –hubo profesores que estuvieron convencidos de que la poesía tenía que sonar pronto en los oídos de los niños– con el estallido de versos sonoros y fantasiosos donde proliferaban jardines y oropeles, damas antiguas y pajes (¿quién podría olvidar la carcajada de la divina Eulalia con la ambiciosa tarea de encarnar la feminidad?). Ese Darío que hizo traslados de la lengua francesa a la española innovó de tal manera la escritura que España lo recibió jubilosamente y lo integró a su pléyade propia.

También pobre Darío, porque supo de luchas por la subsistencia, porque conoció la estrechez y el apuro de ganarse la vida con la pluma y porque no pudo dominar el vicio del alcohol que fue minando sus fuerzas y sofocando su estro. Su final está recogido elocuentemente en la novela de Sergio Ramírez, Margarita, está linda la mar (1998). Pero este rostro no es el del poeta de Aminta. Ella testimonia el momento dorado de la infancia cuando los versos de “Lo fatal” la impregnaron de poesía para siempre. Sin poder resistirse al enigma de “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo / y más la piedra dura porque esa ya no siente…” emprende su camino dariano que, como bien lo dice, “hacía estragos en mi imaginación”.

La intención del texto que comento no es explorar la obra del gigante nicaragüense sino recordar cómo, en años adolescentes, él dio con la obra de Juan Montalvo, del “ardoroso Ecuador” y se plegó a ella a tal punto de que estudiosos consideran que el ambateño fue el primer maestro de Darío. Su admiración queda eternizada en un largo poema titulado Epístola a Juan Montalvo, de cerca de 500 líneas y que este libro incluye. El poema es vehemente y una cierta epicidad engrandece la figura de nuestro escritor al decirle “Lo bello y noble brotan evocados por tu conjuro”, al reconocerle una religiosidad auténtica (recuérdese de que Montalvo fue combatido como antirreligioso), al sentar a Bolívar a su mesa y al refrendar que “la Gloria está esperando tu llegada / y Miguel de Cervantes es tu guía”. Años después, se publicó en España una edición de la Mercurial eclesiástica, de Montalvo con prólogo de Darío, en el que recoge una admiración ya madura.

El libro de Aminta apunta a lectores de donde se publicó. Se completa con los perfiles de Olmedo y Eloy Alfaro, e integra una muestra de la Generación Decapitada. Con datos precisos de sus biografías y selección de poemas de gusto propio, nuestros poetas revelan sus rostros efímeros, sus obras inmortales. Buen legado a un país donde tuvo desempeño diplomático y cuyo gobernante hoy bien merece unas líneas suyas: “Juan Montalvo era el verdugo de dictadores y tiranos con su pluma magistral”. Se hace evidente, en nuestros días, que Nicaragua necesita un Montalvo. (O)