Las autoridades municipales en Quito, permitieron la realización de un evento Drag en una antigua capilla desacralizada que hoy funciona como museo. Este hecho no puede considerarse un simple “malentendido cultural”. Se trata de una decisión jurídicamente dudosa y socialmente irresponsable, porque se permitió —con conocimiento previo— un acto artístico dirigido a zaherir símbolos cristianos y ofender la fe de una amplia mayoría de ciudadanos.
Existen antecedentes internacionales que dichas autoridades no podían desconocer. En Chile, durante el llamado “estallido social” de 2019, “performances Drag” con referencias explícitas a la Eucaristía y a imágenes marianas fueron ejecutadas para humillar a los creyentes. En las últimas Olimpiadas de París, un acto del programa de inauguración remedó la Última Cena, generando un repudio global por su claro carácter anticristiano. Es evidente que algunos grupos utilizan esta estética como instrumento de provocación política contra la fe cristiana y su presencia en la vida pública.
Si esa tendencia es conocida, ¿cómo justificar que un espacio patrimonial de origen sacro haya sido entregado, sin cautelas, a un colectivo que explicitó su voluntad “disruptiva” y burlesca?
Desde la perspectiva del Derecho Canónico, el canon 1222 es categórico: un templo relegado a usos culturales solo puede destinarse a actividades profanas no sórdidas (indecentes o escandalosas). Este límite no desaparece con la transferencia de la gestión del bien a un ente civil. El Estado, si administra un antiguo lugar sagrado, hereda el deber de respetar y hacer respetar su dignidad religiosa, como la sensibilidad de la comunidad que lo reconoce como parte de su memoria espiritual.
El ordenamiento jurídico ecuatoriano también fija límites claros. La Constitución protege la libertad religiosa como derecho colectivo que implica no solo libertad de culto, sino también el derecho a no sufrir hostilidad pública por razones de fe (art. 66.8). Los tratados internacionales suscritos por el Ecuador refuerzan que el Estado tiene obligación positiva de prevenir actos de discriminación religiosa y garantizar el ejercicio pacífico de las creencias.
En otras palabras: permitir una performance orientada a la burla de la fe no constituye un acto de laicidad; constituye un acto de violación de laicidad, porque el Estado deja de ser neutral y se convierte en facilitador de un ataque a la identidad religiosa de las mayorías de su propia sociedad.
Además, la decisión administrativa revela una grave falla de debida diligencia cultural. Un museo municipal no puede autorizar la utilización de un bien patrimonial de raíz cristiana para fines que denigran precisamente ese patrimonio. No se trata de censurar arte contemporáneo: se trata de proteger el bien común cultural y espiritual de la nación.
El Arzobispado de Quito ha manifestado públicamente su rechazo a este uso del edificio y ha recordado que la dignidad de los espacios sacros —incluso desacralizados— debe ser siempre salvaguardada. La voz del laicado ha sido igualmente clara: defender el respeto a la fe en la vida pública no es imposición religiosa, es ejercicio legítimo de ciudadanía.
Las autoridades deben responder y deben corregir.
Porque el Estado, al avalar actos de provocación anticristiana, erosiona la convivencia, agravia a la mayoría devota del país y viola su mandato constitucional y cultural más básico: respetar y hacer respetar las creencias religiosas de todos. (O)











