No sobrevivíamos en soledad. Dependíamos del calor humano en la noche oscura, de quienes cazaban y recolectaban alimentos para repartirlos. Compartíamos el fuego y reunidos a su alrededor comíamos, cantábamos, hilábamos historias, bebíamos en silencio bajo la imponente bóveda del cielo. Nos sabíamos frágiles entre animales salvajes, efímeros entre árboles centenarios, vulnerables ante la tormenta, finitos e infinitos en noches estrelladas donde intuíamos lo poco que comprendíamos, el mínimo y asombroso fragmento de universo que éramos, somos y seremos. ¿Cuándo perdimos esa conexión carnal y vital basada en la empatía y la supervivencia colectiva? ¿Cuándo perdimos de vista el horizonte infinito del paisaje, la noche donde nada brilla más que la Luna y las estrellas?
En El Palacio de la Luna, Paul Auster crea dos personajes que atraviesan transformaciones reveladoras: un estudiante que renuncia a todo y vive como mendigo en Central Park y un pintor aislado en la soledad del desierto de Utah, habitando una cueva donde redescubrió el arte y la vida. Nadie vería jamás los cuadros que estaba creando. Había abandonado su identidad y todos lo daban por muerto. No tenía ya nada que perder ni ganar y esta futilidad, en lugar de atormentarlo, lo liberó. Dejaron de importarle las opiniones ajenas y esa libertad transformó su relación consigo mismo y con su arte. Dejó de preocuparse por los resultados: las palabras “éxito” y “fracaso” perdieron su poder. Empezó a pintar con un entusiasmo infantil y febril. Descubrió que el verdadero objetivo del arte no era crear objetos bellos sino que el arte es “un método para comprender, una forma de penetrar el mundo y de hallar nuestro lugar en él, y cualquier cualidad estética que tuviere un lienzo individual sería casi un derivado incidental de ese esfuerzo por entregarse a esta lucha, por entrar en el meollo de las cosas. Se obligó a desaprender las reglas que había aprendido, confiando en el paisaje de igual a igual como en un compañero (...). Dejó de temer al vacío que lo rodeaba. El hecho de intentar plasmarlo sobre el lienzo le llevó a internalizarlo y ahora era capaz de percibir esa indiferencia como algo que le pertenecía a él tanto como él mismo formaba parte del poder silencioso de esos espacios gigantescos”.
Deshumanización: una epidemia silenciosa
Del ego disuelto nace el arte que interna al lector en un viaje por las posibilidades del ser del cual salimos con la intuición y la humanidad despiertas. La incertidumbre que late en el corazón de toda gran historia, lo inaprensible de todo gran cuadro, el flujo de toda gran composición musical nos devuelven a esa conexión primigenia con la naturaleza y los otros. Hoy que el neofascismo oligarca y la IA reducen el valor de un ser humano a su “productividad” necesitamos más que nunca del arte para recordarnos que la dignidad humana es intocable, que el valor del ser humano no consiste en el uso que de él pueda hacer un sistema. La contemplación, la compasión, el silencio, la humildad, los sueños, la observación, el desapego de las cosas materiales, la conexión con la naturaleza, allí está la mejor versión de la humanidad: una comunidad creadora y libre. (O)