Es apenas más grueso que un cabello humano, de hecho, con la flexibilidad y transparencia de una cana. Es un prodigio de la tecnología, filamento escuálido que cumple la función de un tubo de luz que conduce dos puntos, justamente a la velocidad de la luz, toda la data que usted quiera encargarle. Y permite eso que a ratos parece una herejía: dialogar, chatear en tiempo real, con alguien que está al otro lado del mundo.

Y aunque lo parezca, este invento no es nuevo, por el contrario, es casi septuagenario: el mundo moderno se lo debe al físico indio Narinder Singh Kapany, quien en 1953 diseñó y fabricó ese cable de vidrio capaz de transportar la luz, al que luego denominó fibra óptica. Comenzó entonces su desarrollo y perfeccionamiento hasta llegar a ser la opción válida para sustituir a los alambres metálicos, principalmente de cobre, que eran muchísimo más lentos en la transmisión de información de toda índole, con muchas interferencias electromagnéticas y solo para distancias cortas. El filamento de vidrio rompió ese paradigma y llegó para reemplazar a los metálicos que se usaban en el cable submarino, actualmente disperso por los cinco continentes, y que gracias al tubo de luz que lleva en su interior ha jubilado a las transmisiones satelitales, al ganarles en eficiencia y, sobre todo, en costos.

El invento de Singh Kapany ha sido entonces revolucionario. Tanto o más que la imprenta de Gutenberg. Sin él no serían posibles actualmente el Internet ni las telecomunicaciones. Ni el teletrabajo, que ha sido fundamental en la nueva realidad a la que la pandemia del COVID–19 empujó a la humanidad y de la que no logra aún salir.

Y en el campo de la comunicación social, la fibra óptica ha llegado perfeccionada para utilizar su elemento, la luz, en la transmisión eficiente y en verdadero tiempo real de imágenes y sonidos en la máxima definición. De conectar en vivo, desde otro continente, a quien esté cubriendo un acontecimiento e incluso poder interactuar con ese personaje o sus fuentes.

Parece una herejía, dije antes, porque con este desarrollo tecnológico van cayendo irremediablemente paradigmas del oficio de la comunicación, como las “horas de cierre” que a ratos nos privaban del último dato; las “fallas de origen” que estábamos dispuestos a aceptar en deficientes transmisiones de microondas, o los “horarios estelares” de noticias que había que esperar, cual novio en el altar, para estar enterados de algo que ahora circula segundos después de haber ocurrido a través de la fibra óptica que nutre a nuestros teléfonos “inteligentes” o laptops. Su eficiencia ha puesto en lista de jubilación a los cableados interminables de las transmisiones deportivas; a las gigantescas rotativas de 60.000 ejemplares por hora, y hasta los procesos de distribución, antes muy amplios.

Quien en el mundo de la comunicación no entiende esto, no evolucionó, se quedó estancado en el romántico pasado de la máquina de escribir. Yo aún recuerdo y añoro la mía, con la que empecé a redactar, pero disfruto de todo el mundo que pone a mi disposición, para informarme y para cumplir mi pasión de comunicar, ese bendito tubo de luz. (O)