Cada vez que vemos en el Ecuador acciones públicas de violencia irracional extrema, como el asalto a la sede del Comando de Policía de Otavalo, se comprueba que la política es supremamente importante, ya que esta puede hacer que una sociedad sea un caos infernal, en el que unos y otros se enfrenten en batallas campales con el objetivo de aniquilar a otro ecuatoriano, o puede lograr que las diferencias se traten de modo que se alcance una solución que no amenace la existencia de nadie. Pero la política no se ejecuta por sí sola; afortunada o lamentablemente, se necesitan hombres y mujeres políticos que la plasmen día a día.
Y aquí surge el dilema, pues, mientras para unos la destrucción de una sede policial por parte de manifestantes encapuchados es un acto de terrorismo, otros la ven como la mismísima réplica del asalto al Cuartel Moncada, aquella acción que, en 1953, encendió en Santiago de Cuba
la chispa de la revolución. Por esto la política es necesaria: “La política no crea las pasiones y los odios humanos, y tampoco tiene la culpa de las catástrofes naturales o de las recesiones económicas, pero puede agudizarlas o mitigarlas”, afirma David Runciman en el libro Política. La política nos da un poco de cordura o nos lleva al delirio.
¿Por qué las diferencias entre unos sectores políticos y otros –digamos, en la Asamblea Nacional– deben ser causa de guerra? ¿Por qué los problemas que surgen de una decisión presidencial –aparentemente tomada con estudios, estadísticas y razones– deba llevar a un pequeño sector de nuestra sociedad –mediante acciones peligrosamente violentas, que atentan contra la vida de la gente común y de la naturaleza– a impedir el derecho de otras personas a movilizarse y a trabajar con normalidad? Una vez más: ¿qué han solucionado estas huelgas violentas en las comunidades que se dicen afectadas por las decisiones presidenciales?
¿Trajeron las paralizaciones terroristas y desestabilizadoras de 2019 y 2022 –en contra de los actos gubernamentales de elevar el precio de los combustibles, decretados por Lenín Moreno y Guillermo Lasso, respectivamente– mayor prosperidad, más seguridad, mejor educación para los sectores más pobres y vulnerables del país? ¿Qué hacen los dirigentes de la Conaie cuando no necesitan movilizar a las comunidades a las carreteras, con las poblaciones a las que se deben? ¿Qué tipo de política promueven los dirigentes gremiales y sociales en todo el país entre sus dirigidos? ¿Hacen política para atizar o para mitigar?
¿No ejercen los políticos de nuestros partidos, en su conjunto, malas prácticas? Y no solo los políticos: ¿no sufrimos de pésimas prácticas en el sistema judicial, en los gobiernos locales, en los mercados, en el sistema educativo, en el tránsito vehicular, en los servicios públicos, etcétera, etcétera? ¿Cómo está operando en la aparición de todas estas pugnas –más allá de defender un punto de vista, sustentar un argumento, oponerse a una decisión– la calidad moral de nuestros políticos? Mientras como país no tracemos posturas sostenidas en sólidos principios éticos, seguiremos en el juego perverso de atizar los conflictos sociales. (O)