El lector mayor de edad probablemente conoce que la Constitución de la República prescribe las garantías que regulan la convivencia entre los ciudadanos y el Estado, las cuales se reglan a través de leyes establecidas y demás actos normativos que llegan de manera directa y obligatoria a todas las personas en el territorio ecuatoriano.
Lo que probablemente desconoce es que estos derechos pueden ser mal utilizados y abusados en perjuicio de la ley y la justicia. Por eso hay sentenciados cumpliendo penas fuera de las cárceles, personas eximidas de obligaciones, contratos y mandatos legales; delincuentes liberados al día siguiente de su aprehensión; funcionarios públicos defenestrados y luego reincorporados con sendas indemnizaciones y otras curiosidades más.
El intermediario entre norma y ciudadano es el sistema de justicia, pilar estructural que permite a las garantías instituidas proteger derechos y evita, en teoría, que sean usadas para causar perjuicios a eventuales víctimas. De allí que el abuso de derechos –el cual se puede dar en diferentes órdenes jurídicos– en muchos casos se materializa a través de decisiones judiciales irregulares o erróneas, producto de mala intención, negligencia o engaño.
Para que esto no suceda, el juez debe administrar justicia en el entendido de que administrar significa que a unos se le da y a otros se le niega, según las circunstancias de cada caso, dentro de la sagrada tarea de dar a cada quien lo que le corresponde, definición primaria de justicia.
Sin embargo, este abuso de derechos se produce a vista y paciencia de jueces que, engañados o no, permiten a las partes de un proceso –por ejemplo– hacer peticiones sin razón ni derecho, sabotear diligencias, interponer recursos improcedentes, incumplir sanciones, no pagar deudas ni multas ni indemnizaciones, dando al traste con la función conciliatoria que debe tener el sistema de justicia, algo que podría corregirse y prevenirse imponiendo los castigos adecuados a quienes generan acciones incompatibles con la normativa vigente y los fines que esta persigue, en función de la búsqueda de la paz social.
Los jueces no están para ser amados, sino temidos y respetados. Hacer cumplir la ley y las actuaciones judiciales no es un acto de violación de garantías, sino de protección a las de los demás y al aparato judicial que, de paso, ahorra costos a los contribuyentes y satisface las expectativas de todas las personas que pretenden la solución justa de sus conflictos, pues los derechos de uno terminan donde comienzan los del otro.
El abuso de derechos y el fraude procesal deberían ser severamente sancionados, y la intervención del juez debe producir en la ciudadanía respeto y confianza en la corrección de sus decisiones, haciendo acatar desde lo más simple (como presentarse a una audiencia) hasta lo más complejo (no hacer peticiones fraudulentas).
Estoy seguro de que el lector estará de acuerdo y pondrá de su parte para la depuración del sistema en beneficio de la sociedad y del ejercicio adecuado de los derechos de todos. (O)