José Mujica, expresidente uruguayo, hace algo más de dos meses, motivado por su condición de vulnerabilidad frente a la pandemia, se vio obligado por la fuerza de las circunstancias a renunciar a su calidad de senador y, por lo mismo, a buscar su “cuartel de invierno” para protegerse de ese enemigo invisible; lo cual no implica jubilarse de la política, pues a sus 85 años no solo que es una de las mentes más frescas y agudas de la región, sino también un importante referente de ética pública, así como de honestidad intelectual al evidenciar coherencia entre sus ideas y acciones públicas o privadas.
Precisamente, Pepe Mujica, quien experimentó en carne propia los abusos de la bota militar y sobrevivió a una “noche de 12 años” en mazmorras de horror de la dictadura del cono sur, así como también tuvo el privilegio de ocupar los cargos más representativos de la política uruguaya (presidente de la república, senador, diputado, ministro), transmite al mundo, sin que exista un ápice de odio ni resentimiento social en sus palabras, un mensaje esperanzador que promueve algo básico como es la defensa de la vida, el medioambiente, la libertad y de todas aquellas cosas sencillas y a la vez importantes que nos colocan siempre de vuelta en lo esencial, en lo fundamental.
En esto último, por ejemplo, hay una crítica directa al consumismo que, para Mujica, representa una etapa de la acumulación capitalista y es lo que lleva a la gente a trocar tiempo de vida por un interminable y obsesivo consumo de bienes innecesarios, lo que Zygmunt Bauman califica como la vida ahorista, en la que el motivo del apuro de las personas por consumir “radica en el apremio por adquirir y acumular. Pero la razón más imperiosa, la que convierte el apremio en una urgencia, es la necesidad de eliminar y reemplazar”. Así, las personas —confundidas en aquello de identificar lo que realmente produce felicidad en este mundo— deben cargar en sus espaldas pesadas mochilas —léase acumulación compulsiva— y a cambio esclavizarse frente al becerro de oro para poder pagar las cuentas de esa irracional conducta que representa la compra y descarte casi inmediato de cosas.
Entonces, hay que parar esa perniciosa tendencia a cosificarlo todo. La vida y el bienestar de las personas no pueden seguir siendo degradadas a la condición de meras mercancías y, por lo mismo, sujetas a un precio en un mercado que no entiende de humanismo ni de justicia social.
Hemos de coincidir en que la pandemia del coronavirus es sinónimo de dolor, muerte e incertidumbre; sin embargo, entre líneas nos deja una lección: la felicidad no se encuentra en la acumulación, sino en los detalles y encuentros comunes y en la libertad de las personas de poder realizar lo que les apasiona, y conquistar sus más profundos sueños mientras dure su viaje cósmico en su temporal estancia terrenal.
De no tener claro el sentido de las prioridades —y más en estos tiempos— se corre el albur de entrar (o seguir) en esa espiral de confusión e insatisfacciones permanentes que hacen de la vida no un bendecido regalo, sino una carga que hay que soportar… (O)