Tenía que ser un poeta el que llamara a “ser jóvenes sin prisa y con memoria”, porque en la vida ocurre precisamente lo contrario. En la edad juvenil –¡quién supiera cuándo empieza y termina ese período!– se corre, se vuela, sin tener muy claro hacia dónde se enrumba la ansiedad que luce consustancial a los pocos años. Sin embargo, bien mirado, una contradicción fundamental parecería sostener las veintenas: de la holgazanería al deporte, de la lasitud al activismo, de la ley del menor esfuerzo a las grandes metas, esas podrían identificarse como las tensiones de los años de juventud.

Los jóvenes de hoy lo tienen difícil. Siguiendo con Benedetti, viven en un “mundo de paciencia y asco”. El discurso de los afanes que luego serán recompensados no puede repetirse, inmersos como estamos en el derrumbamiento de sociedades modelos, de pueblos desarrollados. ¿Qué les dirán los padres a los hijos, los maestros a los alumnos al intentar abrirle camino a los muchachos que hoy contemplan el terrible espectáculo de la paralización social, de la enfermedad, de la corrupción? ¿Se puede aspirar todavía a la famosa “educación en valores” que era un lema de los establecimientos para conseguir matriculados?

Felizmente ahora puedo expresar mi escepticismo y no tengo que pronunciar las salutaciones, exhortos y despedidas que tanto practiqué como educadora. O me faltaría imaginación para llamar a los estudiantes a unos comportamientos que parecen periclitados a costa del mal ejemplo general: hay que ganar dinero lo más pronto posible, hay que emplear lenguaje obsceno para conseguir votos, hay que salir en los medios para ser considerado un triunfador, hay que andar por la vida agrediendo y burlándose de los demás.

Hubo un tiempo en que fui testigo de lo natural que era estudiar una carrera universitaria y trabajar, contribuir con los gastos del hogar siendo todavía hijo de familia, trasladarse en transporte público, organizar en el fin de semana las diversiones y las tareas. No se iba a gimnasios porque el culto al cuerpo no había formateado los esquemas de belleza de los dos sexos, pero las reuniones y las fiestas eran irrenunciables. La humanidad siempre ha trasegado alcohol y el consumo tempranero pudo quedarse como vicio, cosa de decisión personal o del gen adictivo que se pudiera tener. La apetencia de estímulos más fuertes abrió el camino de las drogas y las convirtió en un flagelo.

Amarrados a la tecnología, los jóvenes de hoy reducen todo lo que se conseguía por contacto humano, por dedicación lenta y disciplinada. Se tomaba apuntes en las clases, se consultaba un montón de libros, se armaba de valor para iniciar relaciones sentimentales. Alcancé a ver a estudiantes que fotografiaban los diagramas que el profesor hacía en la pizarra, se cree que Google lo enseña todo y que bastan mensajes de WhatsApp para conseguir respuesta de cualquiera. Y no se crea que reniego de una sociedad tecnologizada. Veo los cambios, me sumo a muchos de ellos. Pero he leído todo el poema ¿Qué les queda a los jóvenes? de Benedetti y el autor me convence de que los llame a la lentitud, a “descubrir las raíces del horror y a inventar la paz”, a “entenderse con la naturaleza y con los sentimientos y la muerte”. Porque “en abrir puertas entre el corazón propio y el ajeno” radica la condición humana. (O)