Además de la relativa coincidencia en el tiempo, los procesos electorales realizados en Bolivia, Chile y Estados Unidos tienen algo en común. En todos ellos está en juego mucho más que la selección de un nuevo gobierno o la reforma parcial a una constitución que, dicho sea de paso, debió ser desechada hace tiempo porque era incompatible con un régimen democrático. El elemento común es que cada país, con sus especificidades, debe revisar sus condiciones de convivencia. Las bases del orden social y político vigente están erosionadas y son poco aptas para soportar la nueva realidad que vive cada uno de ellos.
La archiconocida teoría del contrato social sostiene que, debido a que los seres humanos están condenados a vivir en sociedad, es necesario que establezcan unas normas mínimas para evitar que la cotidianidad sea una lucha de todos contra todos. Ese principio ha guiado a las sociedades modernas desde que Rousseau –con una visión ingenua, pero con gran sentido del márquetin– difundió aquel término, que había sido acuñado alrededor de un siglo antes por los autores ingleses precursores del liberalismo. En realidad, se trata de dos contratos, uno es el de vivir juntos sin hacerse daño, y otro es el de establecer y reconocer un único orden político. Debido a que usualmente se trata de una metáfora (excepto, y solo parcialmente, cuando se elabora una nueva constitución), no siempre se pueden ver claramente las rajaduras que se van produciendo.
En los tres países mencionados hay evidencias de esas rajaduras. El contrato recogido en la Constitución boliviana del 2009 puede verse rebasado por el resurgimiento de la demanda regional y por la agudización del enfrentamiento étnico. Por consiguiente, la tarea pendiente es para toda la sociedad y no solo para el nuevo gobierno. En Chile el panorama es más claro, como lo demostró la abrumadora votación que obtuvo la opción de cambio del acuerdo básico. Sin embargo, persiste la duda sobre la capacidad de los futuros constituyentes para incluir en el nuevo contrato todos los temas y a todos los sectores sin caer en experimentos excluyentes como los que conocemos de sobra por acá. Finalmente, la disputa Biden-Trump no se restringe a la urgente reorientación de las políticas gubernamentales, sino a la imperiosa necesidad de eliminar las bombas de tiempo colocadas en los últimos cuatro años y que amenazan la convivencia. La incentivación del racismo, el debilitamiento de las instituciones y la ruptura de las normas –tanto escritas como no escritas, como destacan Levitsky y Ziblatt en Cómo mueren las democracias– son esas bombas que hacen temer por la continuación del contrato.
Si estuviéramos abiertos a sacar enseñanzas de las experiencias ajenas, tendríamos muy buen material para reflexionar sobre nuestra propia realidad. Haríamos bien en tomar a la elección que se avecina como la oportunidad para plantearnos el problema, porque las fisuras de nuestro ajado contrato son mucho más visibles que las que se observan en esos países. Obviamente, tendríamos que aprender también de nuestra propia experiencia para no repetir, con el mismo signo o con el contrario, las payasadas que ahora están escritas en piedra constitucional. (O)