El mundo celebra alborozado la entrega del Premio Nobel de la Paz al Programa Mundial de Alimentos (PMA), en reconocimiento a su lucha tenaz contra el hambre, agudizada con el aumento del número de habitantes con deficiencias nutricionales, especialmente de la población infantil, precursora de males contra la salud humana. Es una magnífica ocasión para resaltar el rol que cumplen otros entes no visibilizados en ese gran desafío; uno de ellos, de apariencia estática, sin vida, pero vibrando sin cesar, es el suelo agrícola, morada de miles de millones de microorganismos que al ritmo de una partitura celestial entonan una bella melodía al poner a disposición de las plantas los nutrientes necesarios para elaborar el 95 % de los alimentos que mantienen a la humanidad.

No hay que ignorar el trabajo incansable, sin pausa, de los agricultores, incluyendo a los actores no agrícolas rurales, para convertir los elementos presentes en el substrato fértil de la tierra en nutrimentos suficientes para abastecer las crecientes necesidades alimentarias de siete mil setecientos millones de habitantes del planeta, logrando excedentes no aprovechados, desperdiciados y hasta descartados, calculados en 1.300 millones de toneladas métricas anuales, cuyo tenebroso fin son los albañales citadinos, demostrando que la imposibilidad de acceder a ellos no es por escasez sino por la inequitativa distribución de la riqueza mundial.

Es relevante el comportamiento de líderes que han dado prioridad en sus políticas al suministro de alimentos a la población en riesgo de sustento, como sinónimo de salud, vía segura para la consolidación de la paz, razón del aplaudido galardón, sosteniéndose con toda verdad que la mejor vacuna contra el caos y todas sus nocivas expresiones es derrotar la pobreza extrema y su inseparable aliada, el hambre, eliminando su manipulación como arma de guerra, azuzadora de conflictos y vía libre al coronavirus, facilitada por la desnutrición crónica.

Un ejemplo cercano se vivió en Guayaquil, cuando su alcaldesa, en la obligada selección de prioridades presupuestarias para enfrentar el embate del COVID-19, evitó que se paralizara el programa de huertos urbanos que ratificó su eficacia en plena crisis, tanto que cinco de ellos (el 2021 serán 500) proveyeron a los vecinos, sin exclusión alguna, las cantidades de verduras y hortalizas recomendadas para una dieta equilibrada, induciendo a un claro cambio en el comportamiento cultural nutritivo de los beneficiarios, al agregar una ración de las tres recomendadas, su caudal alimentario diario.

En medio del explicable regocijo por la presea al Programa Mundial de Alimentos, como tributo a la paz y lucha contra el hambre, ahora en periodo de ofertas electorales, sería valioso identificar en los programas de los candidatos un serio, consistente y financiado plan de regeneración de suelos agrícolas, aumentando su nivel de materia orgánica y captación de carbono, mitigando el impacto del cambio climático e impulsando la producción, dentro de una estrategia de desarrollo agropecuario, que entregue a la agricultura su centralidad en las políticas públicas. (O)