Hemos aceptado trabajar sobre un “concepto acotado” de cultura. Del vasto mundo de la cultura humana, restringimos las bellas artes y los saberes reflexivos. Eso sería lo que se quiere decir cuando se habla de un Ministerio de Cultura o de una Casa de la Cultura, a sabiendas de que la palabra puede tener otros significados. Y determinamos que esas disciplinas que englobamos tienen una utilidad real al establecer el sentido de la vida del ser humano y su relación con el Universo. Todos los pueblos, todas las civilizaciones, tienen expresiones que pueden ser englobadas en esta idea, hacen arte y reflexionan, y los productos de tal actividad son tan respetables como pueden serlo las generadas por las naciones que nos reconocemos en la herencia occidental. Por su parte, todo hombre o mujer tiene ideas al respecto, aun cuando estas ideas no se hayan conformado de acuerdo con interpretaciones artísticas o con la reflexión intelectual.

El problema está en que en el mundo moderno, la inmensa mayoría de personas tienen una visión del mundo y de sí mismas que no proviene del acervo de ninguna civilización ni cultura, sino de sucedáneos peligrosos, tóxicos o, en el mejor de los casos, esterilizantes. Estas personas resultan muy manipulables por intereses económicos o políticos. Son pasto que arde fácil en las llamas del consumismo más enajenante, o del populismo político, o del fanatismo religioso. Las sociedades deberían entonces poner interés en procurar las mejores condiciones para el desarrollo cultural, que no es un antídoto infalible, pero sí un eficaz paliativo, contra esas peligrosas reacciones masivas.

Las recientes revueltas en Francia (chalecos amarillos), Ecuador (octubre negro), Chile (Chile despertó), Estados Unidos (Black Lives Matter), y en otros países, se parecen en muchos aspectos, pero sobre todo en que no han sido capaces de articular una propuesta clara de los cambios que proponen. Son monstruosamente confusas e incoherentes, parecerían buscar la destrucción por la destrucción, sin tener idea de qué es lo que quieren construir después. La presencia de activistas y de agentes de terceras potencias obedece más a un intento de apoderarse de tales movimientos que a ser promotores de las asonadas y disturbios. Igual ocurre con la resurrección de ideologías caducas que parecerían inspirar sus lemas. Recurren a ellas porque no tienen de qué más agarrarse, demostrando lo que es el verdadero motor de esta ola bárbara: el atroz vacío existencial e intelectual que no se llena con el “crecimiento” ni la “prosperidad”. Se ha querido construir repúblicas y mercados con poblaciones que ignoran los valores que deben sustentar a tales instituciones o que abiertamente los rechazan. Se olvidaron de construir esquemas intelectuales que alimenten ese poderoso apetito humano de identidad y significación. Pensar que a las poblaciones les basta el pleno empleo, el aseguramiento y el ínfimo átomo de participación electoral es tener en muy poco al ser humano. Si quienes profesamos un credo republicano no somos capaces de satisfacer esas necesidades más trascendentales, podemos estar despidiéndonos del futuro. (O)