El concepto tradicional de nación, que se refiere a un grupo humano cohesionado, conlleva la presencia de algunos elementos que le son consustanciales, como compartir un mismo origen étnico, referentes históricos y culturales, territorio y un idioma.

Nosotros no hemos logrado construir esa emoción o sentimiento de pertenencia y conexión con fundamentos compartidos. Nuestra historia es de separación y exclusión mutua. La anhelada unidad, aspiración latente de todos quienes habitamos el territorio del Estado, se nos escapa por nuestra incapacidad tradicional de mirar lo colectivo y construir una identidad social, política y económica desde lo diverso, que se manifiesta, por el contrario, espontáneamente en determinadas circunstancias, como cuando celebramos los éxitos internacionales de compatriotas, y en otras en las cuales el orgullo de ser ecuatorianos se muestra altivo cuando quieren ofendernos.

Tenemos todo para construir el sentimiento político de nación, indispensable para una organización social sostenible, pero no lo hemos hecho ni lo hacemos. Por el contrario, nos volcamos a la desintegración, porque cada quien ve por sí mismo, porque somos egoístas y no comprendemos los beneficios individuales del bienestar colectivo. Quienes logran fungir como representantes políticos de los grupos sociales, siguiendo para ello caminos muchas veces inconfesables cuando ejercen esas funciones, fomentan la disputa y la separación, acomodándose sin ningún recato a esa permanente batalla porque ahí medran y se enriquecen, ellos y sus secuaces, degradándose y degradándonos moralmente. Construyendo una sociedad rota y enferma que sobrevive en un escenario político mafioso y decadente en el cual se validan la trampa, el desafuero y el delito.

El título de esta columna, una palabra quichua, que traducida al español significa hijos del viento, fue posicionada en la cultura local por la novela de Jorge Icaza publicada en 1947, ‘Huaraipamushcas’, que en esa trama son los hijos del blanco abusador de una mujer indígena, situación que representa la ignominiosa realidad de una parte de nuestra historia, tanto en el abuso como en la psique indolente y abúlica de los hijos del atropello. Esta forma de ser sin referentes ni objetivos éticos define, con las excepciones de rigor, a la clase política ecuatoriana que actúa alevosamente como los más avezados delincuentes, desconociendo su evidente inmoralidad sin inmutarse, burlándose de la verdad y negando su cultivada decadencia de manera grotesca y desafiante. Mafiosos verdaderos.

No nos reconocemos en ellos y sí en los ecuatorianos honorables. Necesitamos desembarazarnos de esos impresentables, porque son un cancro que nos está aniquilando. No nos representan y debemos liberarnos de su presencia nefasta, siendo preciso potenciar en política al ciudadano decente y responsable, porque los otros, esos bandidos avezados sobran, no los queremos más y es hora de alejarlos de nuestras vidas porque hasta aquí hemos permitido que nos sometan desde sus almas corrompidas y corruptoras y porque son los responsables directos de la decadencia y la descomposición social. (O)