Mientras la corrupción se va regando como virus, se amplía la brecha entre quienes tratan de explicarla. Los “corruptólogos” se dividen entre quienes sostienen que tiene un origen social y los que culpan al Estado por su intromisión en la vida ciudadana.

Los primeros dicen que las sociedades con determinadas características tienden a convertir a la corrupción en una práctica aceptada y valorada positivamente. El ejemplo clásico al que acuden es la viveza criolla. Los otros aseguran que sin la presencia estatal en varias áreas de la economía y sin la correspondiente abundancia de controles, se produciría una autorregulación que cerraría el paso a las prácticas corruptas. Sus ejemplos generalmente suelen ser más hipotéticos que reales.

El debate es importante, porque al obtener una respuesta adecuada acerca del origen se daría un gran paso para encontrar las soluciones. Pero, como ocurre frecuentemente, parecería que ambas posiciones tienen algo de razón. En efecto, la corrupción tiende a florecer al amparo de la intervención estatal, pero para que esto ocurra deben estar presentes determinadas condiciones sociales. La podredumbre que estamos viendo en el sector de la salud no se presenta en los países nórdicos de Europa, donde la salud privada es prácticamente una excepción y los controles no son laxos. En esos países, las condiciones sociales (distribución del ingreso, movilidad y estatus social, entre otras) establecen prácticas acatadas por todas las personas y excluyen las que amenazan a la convivencia, como la corrupción.

En síntesis, la explicación no es tan sencilla como parecen suponer ambas posiciones. Pero sí es claro que en el mediano plazo las consecuencias de la corrupción son negativas no solo para el conjunto de la sociedad, sino para quienes la practican. Son actividades que, aunque producen réditos individuales inmediatos, entrañan alto riesgo y son poco sostenibles en el tiempo. Además, debido a que el efecto social siempre es negativo, en algún momento terminan afectando a sus autores porque están inmersos en la misma sociedad. Es un caso de lo que se denomina la tragedia de los bienes comunes, en que la ambición del beneficio individual lleva al deterioro del conjunto y todos terminan perjudicados.

Pero esa conducta no se restringe a las prácticas corruptas, sino que abarca también a otras que son lícitas. La venta de combustible por parte de ecuatorianos a la flota china es un ejemplo de comportamiento que perjudica no solo al conjunto del país por la depredación, sino también para quien lo hace, como podrá comprobarlo la próxima vez que eche las redes de su propio barco. Un comportamiento irracional, no por corrupto sino por los efectos que tendrá en el mediano plazo, es el apoyo al candidato norteamericano para el Banco Interamericano de Desarrollo. El llamado a juicio político al ministro de Economía puede dar votos en la próxima elección, pero le quita el piso a la negociación de la deuda en bonos que, en caso de concretarse, sería la mejor herencia del Gobierno. La eliminación de los partidos de alquiler del correísmo pueden excluirlo de la elección, pero le asegurarán larga vida en la política nacional. Son tragedias comunes. (O)