Lavarse las manos, usar mascarilla, cultivar el arte del distanciamiento social: tres simples cosas con el gran poder de protegernos. Funcionan: los países que han logrado controlar el coronavirus las han aplicado con disciplina y paciencia. Alemania, Nueva Zelanda, Vietnam son algunos ejemplos. Mientras que en otros lugares los casos aumentan junto con el desempleo y la desesperación… Comprendo a quienes no siguen las normas porque no tienen opción: viven hacinados o su supervivencia financiera depende de su estrecha interacción con otros. Pero abundan los rebeldes de barrio que, ya sea por indolencia o porque se dan aires de provocadores, ignoran o rechazan las medidas de contención de la pandemia. Los peores son aquellos que al contradecir a los medios de comunicación profesionales y a la ciencia se consideran rebeldes “antisistema”. En su arrogante ignorancia desconocen que no hay nada más abierto a la refutación que el periodismo investigativo y las ciencias. De hecho, las ciencias progresan con base en la crítica (de sabios, no de necios). Un científico que dedica años de estudio a ampliar el conocimiento para mejorar la vida humana sabe que llegará otro a examinar lo anterior y, utilizando los nuevos métodos y perspectivas a su alcance, superará al maestro. Es así como hemos llegado a niveles tan asombrosos de saber. Y no paramos. La ciencia y el periodismo investigativo están constantemente en busca de nuevas respuestas, y lo hacen desde la erudición, el esfuerzo y la constancia, no desde el capricho, la frustración y la paranoia de quienes caen en la trampa de creerse iluminados porque hallaron “la verdad” en un canal de YouTube.

Las “verdades alternativas” son un juego peligroso. Lo jugaron los nazis cuya estrategia para acaparar el poder se basó en sembrar sistemáticamente la desconfianza en los medios de comunicación (excepto, por supuesto, en aquellos que utilizaban para difundir su propia ideología plagada de teorías conspirativas). No sorprende, pues, que aprovechando la pandemia la ultraderecha esté presente en todas las protestas de rechazo a las medidas para prevenir el contagio, tachándolas de “despóticas” (el chiste se cuenta solo). Algunos manifestantes antivacunas se han atrevido incluso a protestar con una estrella de David cosida a la ropa y que dice “No vacunado”, como si el horrendo destino de las víctimas del Holocausto pudiera compararse con el de un puñado de paranoicos que se creen perseguidos por una sociedad que no les pide más que solidaridad y sentido común.

Nadie tiene el derecho de arriesgar la vida ajena: mi libertad termina donde empieza la salud de los otros. Y es obvio que no todos los desobedientes lo hacen de mala fe: algunos lo hacen por debilidad, ignorancia o comodidad, o en ciertas culturas porque se sienten muy “latinos” tomándose las cosas a la ligera, reuniéndose para hablar a gritos y apapucharse. Lo cierto es que a la abuelita podrían estarle dando el último abrazo… Pero no es el miedo el que debería gobernarnos, sino el amor. Reconozcamos las prioridades: disfrutar de la vida es chévere, pero conservarla y proteger la vida de los otros es divino. (O)