Todo lector de esa monumental novela que es Conversación en La Catedral (1969), de Mario Vargas Llosa, recuerda sus líneas iniciales: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. Creo que es hora de que los ecuatorianos nos hagamos la misma pregunta para rastrear el origen de la debacle económica, social y moral que padecemos. ¿Explica nuestras desdichas que nos invadieran los españoles, que la nueva sociedad se haya levantado sobre una injusta pirámide, que la independencia haya significado “el último día del despotismo y el primero de lo mismo”, que décadas de república oscilaran entre gobiernos conservadores y liberales de intereses partidistas y no populares, que un solo sujeto mesiánico haya alcanzado la presidencia cinco veces, en fin, que se llegara al siglo XXI para experimentar con un autoritarismo corrupto amparado en una Constitución hecha a la medida?
Cada analista tendrá su respuesta, pero no el ciudadano común, cuyos alcances, dada la mediocre educación que recibió de ese mismo Estado mediocre, no le permiten avizorar todo el horizonte político ni revisar las enormes raíces del magno problema. Hundidos en el lodo de la corrupción, de la falta de mirada política, del sentido de los deberes y los derechos, atosigados por la retórica del poder y del politicastro de la ocasión (gritar “Viva la patria” en cualquier momento es el más claro ejercicio de la demagogia), nos debatimos como individuos y como comunidad sin saber para dónde tomar y qué esperar.
Ni en los momentos de zozobra colectiva por guerras con el vecino del Sur (máximas alteraciones de la paz a lo largo de mi vida) había sentido esta sensación de inestabilidad, esta amenaza invisible, este disgusto profundo que revuelve la vida psíquica en los recientes cuatro meses donde se han aunado pandemia y corrupción. Frente a los hechos el Gobierno nos ha ofrecido su peor rostro: ineficiencia y podredumbre. De su misma entraña han emergido los nombres de quienes no pudieron administrar una situación de peligro (sus lenguajes fueron la desorganización, la torpeza y el caos) y de la que, algunos, se valieron para abrir las garras de sus ambiciones más torcidas.
De varios puntos neurálgicos de la administración pública (alcaldías, prefecturas, hospitales, dependencias del IESS) se identificaron hechos siniestros, los implicados están en entredicho y hasta juzgamiento, pero insertos en leyes blandas y apoyados por leguleyos buscadores de la triquiñuela y practicantes de la declaración fantasiosa (¡los sospechosos hasta pierden la memoria!). ¡Qué poderosa parece ser la red invisible que sostiene la corrupción en el Ecuador! ¿O acaso será verdad esa afirmación en la que nunca quise creer de que cada persona tiene su precio y el quid es dar con él?
Afirmo que hubo un tiempo en que se educaba en valores de honestidad, sinceridad, cumplimiento de la palabra y de la ley, en que un tenaz sentido del deber nos hacía puntuales, respetuosos, pagadores de deudas, administradores cabales de lo propio y de lo ajeno. ¿En qué momento se cortó la cadena y los hijos ya no siguieron el ejemplo de sus mayores? ¿Cuáles fueron los primeros delincuentes de cuello blanco que infectaron con su mal proceder las formas de actuar en los frentes públicos? He allí un hilo que seguir para sacar la cabeza de esta ciénega. (O)









