Cada lector arrastra una novela sin terminar. Es un fenómeno tan habitual que sorprende lo poco que se profundiza en él. Las explicaciones evidentes sobre la dificultad de la lectura se atribuyen a que se tratan temas aburridos, de mal planteamiento narrativo, de ediciones pobres, incluso de letra pequeña. Siguiendo líneas minimalistas, se habla de estilos recargados de adjetivos, descripciones farragosas, tramas arborescentes, como si lo lacónico fuera garantía de velocidad lectora. Parecería que las novelas deben someterse a los caprichos de lectores aburridos, sin paciencia, sin léxico, sin rigor. Es decir, no lectores. Convertir la novela en una rendición a quienes no les interesa el menor esfuerzo, condena lo que las grandes escrituras siempre ofrecen: exigencia con retribuciones notables, nuevas visiones y experiencias relevantes.
Yo arrastré una novela sin terminar. En realidad, los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Debí leer a los dieciocho o veinte años el primer tomo, Por el camino de Swann. Deslumbrado –aterrado debería decir– porque la originalidad del estilo, en ese momento que empezaba a preguntarme en serio por lo que era un estilo literario y cuál podía ser el mío, hizo que empezara a escribir intentando imitar a Proust. Era demasiado inseguro para entender que imitar es señal de seguridad en el camino del aprendizaje. Así que acabé la novela y no seguí con las otras como quien se aleja de un peligro. No fue hasta tiempo después que, armado no tanto de seguridad como del deseo de exploración, releeí el libro y pasé al segundo tomo: A la sombra de las muchachas en flor.
Esta vez fue la perplejidad. 600 páginas donde prácticamente no pasaba nada –nada de aventuras convencionales– y que podría resumir diciendo que en la primera parte se habla de un chico que quiere ver el momento para besar a una chica, y en la segunda, con otra chica, intenta hacerlo y no pasa nada. Para eso seiscientas páginas. Incrédulo, tuvieron que pasar años para entender. Releí la novela y me entregué a su maravilla: seiscientas páginas sobre el deseo y la imaginación. Pero luego no seguí. Preguntando a varios amigos lectores, he comprobado que la mayoría se queda allí con Proust.
Este año, al inicio de la pandemia, no tenía ánimo para leer novelas. Solamente me centré en fragmentos y aforismos. Hasta que en mayo, por un profundo miedo de la muerte –no seré el único que se promete leer los tomos de Proust al jubilarse– me dije que no esperaría más y continué con el tercer tomo: El mundo de Guermantes. Había intentado leerlo. Pero me había detenido en la primera frase de la novela: “El piar matinal de los pájaros le parecía insípido a Francisca”. Era como un desafío, como si Proust dijera que no espere lo convencional: las aventuras. Si se quiere entrar allí, hay que prepararse para otro tipo de historias, otro lenguaje. Va a cambiar el ritmo de lectura, hay que ajustar la perspectiva e incluso el ritmo de la respiración. Eso exigen las grandes novelas: adaptarse a las reglas de un mundo inesperado.
Seguiré en mi próxima entrega abriendo las puertas del mundo de Guermantes. (O)