Hay momentos en la vida de una sociedad en los cuales el desconsuelo se empieza a proyectar como sombra generalizada en la mayoría de sus integrantes, tiempos de duda e incertidumbre, angustia colectiva que desborda cualquier expectativa de un futuro mejor. Ciertamente, desde el análisis político, la interpretación del desconsuelo social es imprescindible no solo para prever situaciones extremas, sino también para entender cómo un estado de ánimo, usualmente supeditado a la esfera individual, puede convertirse en aflicción que crece y crece en las redes más íntimas de la estructura social.

No es fácil encontrar estudios completos sobre el impacto del desconsuelo como fenómeno social, pero es indudable que a lo largo de la historia, algunos de los más importantes acontecimientos políticos, económicos y culturales han sido consecuencia para mal o bien de etapas previas de grandes frustraciones y preocupaciones. Los ejemplos son múltiples y sirven para demostrar cómo varios procesos de desborde ciudadano fueron consecuencia, precisamente, del desconsuelo imperante. Hago esta mención ya que es posible que la sociedad ecuatoriana esté entrando a una etapa en la cual impera la percepción de que no hay forma real de arreglar este país, con mayor razón cuando el pueblo ha podido constatar de forma tan cruda y cotidiana cómo la crisis económica, la corrupción generalizada, el fracaso de la salud pública, el recuerdo de los miles de fallecidos a causa de la pandemia, se articulan en medio de tanta vileza y mediocridad.

Se podrá argumentar que de una u otra manera, el desconsuelo forma parte de nuestra identidad nacional y que siguiendo el corsi e ricorsi de nuestra historia, el país ha pasado por varias experiencias similares, citando por ejemplo lo ocurrido a raíz de la crisis bancaria de 1999; pero a diferencia de épocas anteriores, la idea de que la corrupción, entre otros males, está tan enraizada que es imposible erradicar, es una constante que se repite de forma insidiosa, inclusive entre las generaciones más jóvenes, lo cual influye en el descalabro de la ética y de la cívica.

Hay que destacar que en muchas ocasiones, la frustración causada por el desconsuelo empuja a la ciudadanía a dejarse seducir por el facilismo político e irresponsable, o lo que es igual de grave, por el quemeimportismo, qué diablos, para qué preocuparse si nada va a cambiar; se puede alegar que esa es una expresión legítima del pueblo, sin caer en cuenta que es también la antesala de la anarquía. Sin embargo, el desconsuelo colectivo también ha ayudado a muchas sociedades a templarlas, haciéndolas más fuertes, unidas y reflexivas, permitiéndoles tomar y asumir decisiones y elecciones de forma acertada.

En ese contexto, solo podemos especular al discutir respecto del impacto que tendrá el ánimo (o desánimo) ciudadano en las próximas elecciones presidenciales, pues ciertamente podría ser el augurio de mejores días para el Ecuador, o en su lugar, la constatación triste y lamentable de que en medio del desconsuelo, todo está profundamente e irremediablemente jodido en este país. (O)