La aparición del COVID-19, en nuestro país, dejó al descubierto una verdad que estaba allí pero que no la vimos o que la preferimos ignorar.
El coronavirus tuvo camino abierto al encontrar que, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), el 38,1 % de la población vive en pobreza multidimensional, es decir, medida por el acceso a la educación, la salud, el empleo y la vivienda. En las áreas rurales la cifra llega al 71,1 %. Es evidente que hay más contagiados y muertos entre quienes tienen bajos niveles de educación, nula atención a la salud, vivienda precaria y desempleo, porque están menos equipados fisiológica, cultural y económicamente para hacer frente a virus y bacterias.
Durante la pandemia, el uso de las tecnologías digitales permitió a algunos trabajar desde sus hogares, recibir clases frente a una pantalla, hacer consultas médicas a distancia, pagar y hacer toda clase de trámites, con un teclado, pero el 38,1 % de la población no tiene acceso a las oportunidades que brinda el mundo digital. Este hecho aumenta las desigualdades y es también una barrera que quita dinamismo a la producción y a la economía, como lo señala el Banco Mundial.
La pandemia y la cuarentena han dejado graves efectos en la economía del país, con la consecuencia del aumento del desempleo y de la pobreza. La realidad, que se hizo más visible, exige que revisemos las razones que forjaron esa realidad, pero no como un ensayo teórico, sino como el punto de partida para buscar nuevos caminos que conduzcan a todos a un mundo más justo y más próspero.
Será necesario revisar los objetivos educativos centrándolos en el desarrollo pleno de las personas y dotándolos de las herramientas que la tecnología de hoy requiere y el mercado laboral necesita. El reto es desarrollar la creatividad y la capacidad de aprendizaje permanente y lograr acuerdos que permitan salir de la crisis, aumentando la productividad y sumando a todos al mundo del trabajo. (O)









