Esta locución latina significa recibir a cambio de entregar algo. El sonoro silencio de los inocentes de los miles de víctimas mortales que la pandemia del COVID-19 produjo en Ecuador, y despiadadamente golpeó a Guayaquil, obliga a la conciencia nacional a hacer una evaluación estricta de las circunstancias y los actores de este drama.

Sabíamos que la peste llevaría al límite a los servicios sanitarios públicos y privados, a la cultura, a las condiciones económicas y al liderazgo de los dirigentes de cada país. Una vez más Guayaquil tuvo que recurrir a su histórica resiliencia y generosidad. La eficiente reacción de su alcaldesa, el compromiso vital de valiosos esfuerzos ciudadanos, de sus instituciones, de las cámaras de la producción, y el generoso aporte de nuestras Fuerzas Armadas, supieron dar respuesta urgente en los diferentes frentes que se requería y necesitaba. En tanto, en el hipocentro de la pandemia había estallado también la cruel realidad de autoridades provinciales y cantonales que decidieron hacer de ese peligroso marzo su millonario agosto en las hogueras de la codicia que llevó a escandalosos sobreprecios en mascarillas, fundas de cadáveres, medicinas, kits de alimentos, etc., produciendo una afrenta descarnada en la sufrida sociedad ecuatoriana.

Pero cómo llegamos a esto… El periodismo de investigación, y en este caso los periodistas Villavicencio y Zurita habían presentado sendos reportajes que señalaban la repartición de los hospitales a asambleístas a cambio de votos en la Asamblea, como un quid pro quo expresamente prohibido por la Constitución (artículo 127). Así también, dos reportajes sobre la venta de medicinas al IESS por parte de Diario EL UNIVERSO, demostrando que desde la época de Correa existieron redes de corrupción que arrojaron escandalosos perjuicios al Estado y millonarios empresarios dedicados ahora al negocio de los bienes raíces en la soñada Florida de Ponce de León.

Las instituciones encargadas de la salud fueron cooptadas por personajes que gozaban de capital político y no del conocimiento técnico necesario para desempeñar sus cargos; todo indica que se trató de verdaderas mafias de crimen organizado, y las autoridades del gobierno que negociaron, pactaron o lo permitieron a cambio de apoyo son unívocamente responsables políticos. A nadie se le puede ocurrir que la facilitación a esos cargos de responsabilidad a personas poco idóneas para su desempeño fuera entregada por el gobierno como patentes de corso o una licencia para robar. Pero es indudable que existió incuria por quienes debieron velar por los mejores intereses de la República.

No hay autoridad exenta de responsabilidad; el manejo de la crisis sanitaria deberá ser analizado e investigado por la actuación de los ineptos vanidosos que buscaron asesoría electoral cuando se necesitaba asesoría científica en salud pública.

Más allá del alacraneo de las redes sociales, el país precisa saber toda la verdad sobre este macabro episodio del que muchos intentan desmarcarse y lavarse las manos sobre lo que realmente sucedió; que la justicia cumpla inflexiblemente con su deber. Más temprano que tarde, muchos deberán responder por sus actos, los miles de muertos lo exigen. (O)