Todos nos resignamos a las jornadas interrumpidas que son nuestras vidas. Aunque se alcance edad provecta siempre parece haber un tramo más, una vuelta, un recodo que prolongue indefinidamente la caminata. Pero sabemos que es una ilusión, que la interrupción puede llegar bruscamente y que todo lo que hagamos y testifiquemos siempre será incompleto. La mayoría se ubica en una gris medianía donde las rutinas marcan ritmos y las conmociones vienen desde afuera o se instalan a costa de imaginación.

Para asimilar la novedad posible, Margaret Atwood nos regala –con una diferencia de 35 años entre las dos, El cuento de la criada y Los testamentos– un par de novelas levantadas en la República de Gilead, una localidad futura en lo que fue Estados Unidos, para diseñar imaginariamente un Estado teocrático y autoritario que ha anulado todas las garantías individuales y donde las mujeres están sujetas al más rígido patriarcado. Consecuencias de radiactividad y naturaleza devastada infertilizan a buena parte de la población, a tal punto que las mujeres fértiles son utilizadas ávidamente para aumentar la población.

Lo importante de estas ficciones –entre sus muchos méritos literarios– es cuán lectoras de signos de la realidad son y de sus riquezas para darnos, transubstanciadas, las posibilidades del desarrollo de las comunidades. En tiempos en que las sociedades se sienten amenazadas por la inestabilidad política, por toda clase de corrupciones y abusos de poder, y cuando los Gobiernos afilan sus lenguajes con el cuchillo de la mentira y la doblez, resulta fácil comprender los símbolos. El encumbrado cree que “sus verdades” son las que necesita un pueblo, que él encarna propósitos divinos, que impone el orden indispensable para el bienestar común.

En Gilead se educa bajo pasajes del Antiguo Testamento, por tanto, las mujeres están al servicio de la reproducción, encerradas en el mundo doméstico, sin alfabetización ni cultura, excepto el sector de “las Tías”, las únicas que salvaguardan el pasado y vigilan los lazos procreativos para evitar los incestos. Ellas han hecho voto de castidad, en esa obsesión por la virginidad que han tenido las culturas con sectores de mujeres. Como es de esperarse, en esta sociedad se miente, se manipula y se encubren perversas acciones con nuevas costumbres que parecen justas y reivindicativas.

Los testamentos, la novela del año pasado y Premio Booker, cierra el ciclo sobre la distopía que inventó la autora canadiense, al hacernos constatar que las más férreas dictaduras siempre han encontrado formas de resistencia, maneras de quebrar la ciega imposición de unos sobre otros, ya sea por la ávida sed de libertad o por sentimientos más mezquinos como la venganza. La autora opinó que en los 35 años transcurridos desde su primera ficción, el mundo se parecía, aterradoramente, a lo que ella había imaginado.

El autoritarismo crea perversos. Los perversos sofistican y doran las palabras para encontrar los subterfugios con los que atrapan sociedades y etapas enteras de la historia. El poder siempre ha encontrado una retórica útil para sus intenciones, entregado con placer a los discursos patrióticos y salvadores. Lo deslumbrador es que la literatura funciona como receptáculo, antena y transmisor de todo ello, por tanto, completa la vida. (O)