“Mi sueño, mi delirio, se concentra en esta sola palabra: ferrocarril”, Gral. Eloy Alfaro. Alfaro llegó a la Presidencia del Ecuador después de años de batallas contra las injusticias, latrocinios, de sucesivos gobiernos. Su pasión por una sociedad libre y justa no lo dejaba vencerse a pesar de los fracasos, por eso el pueblo le decía con cariño, Viejo Luchador; General de las mil derrotas.
Guayaquil, pueblo de campesinos y obreros, de montuvios y negros, de montoneras y de intelectuales, de productores y comerciantes, reconocía la necesidad de un líder para construir un gobierno que garantice una patria libre y próspera, y pusiera al Ecuador en el mapa del mundo. El 5 de junio de 1895 Guayaquil se rebeló contra el despotismo del Gobierno y llamó al general Alfaro que estaba en Nicaragua para que viniera a liderarlos. A pesar de las penurias y dolores de la guerra civil, el camino entre la Costa y los Andes permitió a Alfaro conocer el abandono absoluto en que vivía el pueblo ecuatoriano, empobrecido, sin educación, sin salud, sin justicia, con economía de subsistencia. Soñaba Alfaro en una patria fuerte que uniera las riquezas potenciales de Sierra y Costa, tan diferentes en historia, geografía, producción, composición étnica; el ferrocarril fue la respuesta. El ferrocarril permitió a los Andes acercarse al mar y al mar subir a las altas cumbres. Se construyeron 446 kilómetros de vías, en una ruta reputada como imposible por la irregularidad del terreno. El ferrocarril logró unir Guayas, Cañar, Azuay, Chimborazo, Tungurahua, Cotopaxi, Pichincha, Imbabura, Esmeraldas; intercambiando personas, ideas y productos. Una verdadera odisea que implicó muchos sacrificios, incluyendo vidas humanas, pero que dio como fruto la integración nacional, el desarrollo de los pueblos. El ferrocarril empezó a agonizar cuando los gobiernos decretaron que las rieles eran obsoletas frente al asfalto. El Gobierno de Correa resolvió darle nueva vida, pero convirtió el tren en su juguete, destinado a un turismo selectivo; ya no sirvió para los ecuatorianos de a pie ni para los productores de Sierra y Costa que hubieran podido movilizar la carga y llegar directamente a los mercados, ni para los jóvenes estudiantes que viajaban en el techo de los vagones. Administraciones sucesivas respondiendo a cuotas de políticos inescrupulosos cavaron la tumba. La estocada final y la lápida la puso el presidente Moreno. Decretó su muerte ignorando el fabuloso activo productivo y cultural que tiene la Empresa de Ferrocarriles. Ver lo que está sucediendo da ganas de llorar. El mismo personaje que a menos de un año ofrecía un tren playero y gratuito, destruye el ferrocarril alfarista que pudo haberse convertido en factor de desarrollo y generador de empleo. (O)
Cecilia Calderón Prieto, economista, Guayaquil