“Ce soudain exil”, es decir, este repentino exilio. Esta es la frase que Albert Camus señala como consecuencia a la cuarentena que imponen las autoridades de la ciudad de Orán en su novela La peste.

Camus parece un autor inagotable, sobre todo ahora que repuntan las ventas de esta novela publicada originalmente en 1947. Maurice Blanchot decía en su ensayo “El rodeo hacia la sencillez” que la obra de Camus era una obra secreta, no por falta de difusión –fue un éxito apenas se lanzó y diez años después su autor ganó el premio Nobel– sino por su inquietante claridad, por una suerte de inmovilidad debida al diáfano acabamiento de sus libros, a esa suerte de condición de clásico por afrontar temas expuestos en el aparente plano de lo evidente. La peste sería una “crónica” sobre la aparición de una epidemia feroz en Orán, la cuarentena impuesta y el seguimiento de los habitantes de la ciudad para superar el mal y las consecuencias desastrosas, tanto de la peste en sí como de las medidas para frenar su expansión. Cuando fue publicada recién habían pasado tres años de la liberación de Francia de la ocupación nazi. Camus la empezó a escribir en 1943 y la concluyó acabada la segunda guerra mundial. Dudó mucho sobre ella, como le escribió a su amigo Nicola Chiaramonte. Fue leída como una metáfora de la ocupación nazi y los gobiernos totalitarios. Hoy no se la lee así en países como Francia y, sobre todo, Italia, tomadas las medidas de cuarentena en la región de Lombardía –siguiendo la épica cuarentena china de semanas atrás cerrando a Wuhan y otras provincias originarias de este virus–, sino como una novela literal: ¿qué ocurre y cómo se vive frente a una epidemia? Por supuesto, tanto los lectores del pasado como los actuales van a encontrar eso, pero también, y al mismo tiempo, aspectos inesperados.

Más allá de la tensión social que implica una enfermedad así, la novela se encarga de poner en juego algo que no es menor sino relevante: la estrategia del narrador. La forma literaria en las novelas verdaderamente grandes está unida a su fondo, es inseparable de él, y tanto como hablar del contenido, al hablar de su forma se está profundizando en el tema. La peste parece estar narrada de manera omnisciente, guiada a partir del seguimiento que se hace al personaje del doctor Rieux. Camus no engaña, y lo advierte en el mismo comienzo de la novela, cuando dice que el narrador será conocido en el momento adecuado. Este indicio, que conforme avanza la novela el lector olvidará, asoma de vez en cuando por la intensa distancia que se marca en las observaciones de Rieux. Algo palpita allí. Lo que me llama la atención de este distanciamiento clásico –al punto que Blanchot remarca que “El extranjero no es Camus, qué simpleza creerlos, ni el doctor Rieux de La peste”– es que en el caso de esta novela el procedimiento señala su necesidad frente a lo que se vive bajo una epidemia. En las medidas tomadas por los gobiernos, las instituciones y los mismos individuos –no saludarse con la mano ni con besos en las mejillas y mantener una distancia entre un metro o dos– lo que percibimos es la soledad del individuo, cuya importancia se reduce en cuanto individualidad frente al bien público puesto en riesgo. Estamos exiliados, súbitamente exiliados. El narrador en primera persona, el que podría dar fe con un testimonio directo como el doctor Rieux porque tiene contacto con los enfermos por ser médico, decide eliminar su voz en primer plano a través de una narración impersonal, aunque mantiene su punto de vista. Es en este giro donde encuentro ahora el valor de la forma de esta novela que dice mucho más del tema en sí mismo o de la lectura en clave histórica como una metáfora de la guerra mundial, o como una crónica literal de la peste. Asumir la narración testimonial en primera persona habría sido fácil, pobre y egoísta, y volcaría la atención a los dilemas del individuo frente a un conflicto de amplio espectro que implica a toda una ciudad en ese repentino exilio. Hay que olvidarse de sí mismo. Sin embargo, también es llamativo otro momento en el que Camus habla de los amantes que se separan: “que son los más interesantes y acerca de los cuales el narrador está quizá mejor colocado para hablar”. Leía hace poco la correspondencia sentimental de Camus y María Casares, y pensaba que la novela fue escrita y acabada cuando empezaban su relación imposible, entre 1944 y 1946. Camus enmudece, publica la novela en 1947 y solo en 1948 retoma el contacto con Casares. Todo queda sublimado. Pero esta es otra historia.

Al final de la novela, el doctor Rieux visita a uno de sus pacientes que se pregunta: “¿Qué quiere decir la peste? Es la vida, eso es todo”. Epidemias como el coronavirus o COVID-19, replantean no solo los temas previsibles sobre los riesgos de la globalización, los mercados, la salubridad pública, sino el “súbito exilio” de los individuos al deshacerse su vida normal. ¿Qué se estaba asumiendo como “normalidad”? ¿Un relato distinto al relato desnudo que se impone al aislamiento épico de ciudades, al miedo de volar a zonas de contagio o a recibir el virus en la propia ciudad? ¿Es necesario que se sepa del primer contagiado o el primer muerto para asumir medidas? ¿No son también epidemias la corrupción, el calentamiento global, los fanatismos, frente a los que no se toman medidas en serio? ¿Qué son estas medidas sino un relato diferente y un narrador distinto, crudamente realista, de la condición de la vida que solo parecen hacerse visibles en situaciones extremas? ¿Se las olvidó por otro relato? De allí que ese narrador en primera persona de Camus quede en suspenso. Al final se revela quién era. Y se “rebela” su vida. (O)