Inicialmente, muchas personas supusieron que las palabras del dirigente indígena Jaime Vargas en Guatemala venían de los humos emanados en alguna ceremonia ancestral. Pero la interpretación cambió a preocupación cuando, ya en territorio nacional, no solo reafirmó su autonominación como segundo mandatario del Ecuador, sino que la sustentó con argumentos que aludían a su condición de “presidente de los pueblos y nacionalidades del Ecuador”. Los humos chamánicos se disiparon, pero en su lugar apareció una densa y peligrosa nube de arrogancia con alta dosis de ignorancia. Pero en favor del señor Vargas se puede decir que esa ignorancia es multitudinariamente compartida, hasta el punto de que aparece incluso en la Constitución que nos rige.

En efecto, el entusiasmo infantil del remedo de ONG que funcionó en Montecristi indujo a sus integrantes a hacer buena letra ante los pueblos indígenas y negros, y terminaron empantanados en los temas de plurinacionalidad y multiculturalidad. Su visión paternalista no les permitió entender la complejidad de asuntos como estos que afectan directamente a la definición del Estado. En el intento de ir más allá de lo que ya había avanzado la Constitución de 1998, que se amoldó al Convenio 169 de la OIT, se incluyeron disposiciones que constituyen verdaderas bombas de tiempo (una de las cuales hizo estallar el dirigente Vargas).

El caso más claro es el reconocimiento de un derecho indígena, paralelo al “otro” derecho, que sustituyó a las formas de administración de justicia de acuerdo a los usos y costumbres que constaba en la Constitución anterior. Nunca se definieron los espacios y los límites para cada uno de esos derechos, por la sencilla razón de que es imposible hacerlo. Ya se han presentado muchos conflictos, porque se trata de un país unitario, donde no existen territorios autónomos, y porque nunca se determinó qué se entiende y a quién ampara el derecho indígena. La realidad es que nunca se podrá encontrar algo que se parezca a un derecho de esa naturaleza, porque nunca existió.

Más allá de esas barbaridades constitucionalizadas las palabras del dirigente pueden llevarle a él y a su movimiento a una trampa político-jurídica. Si él se asume como “presidente de los pueblos y nacionalidades”, entonces debería ser elegido por el conjunto de estos y no por una parte de ellos. Su organización, la Conaie, es una más entre muchas organizaciones de los pueblos indígenas, de manera que no puede arrogarse la representación del conjunto. Por otra parte, si los “pueblos y nacionalidades” tuvieran la facultad de elegir a su propio presidente, querría decir que tienen un gobierno propio, diferente del gobierno ecuatoriano, que es algo que no se puede sostener ni siquiera con el mamotreto de Montecristi. Pero, si así fuera, entonces cabría preguntarse por qué los pueblos indígenas pueden elegir su propio gobierno y participar también en la elección del gobierno nacional. ¿No sería de estricta justicia que eligieran solamente al suyo o que los mestizos podamos participar también en la elección del gobierno indígena?

Parece buena oportunidad para despejar los humos ceremoniales y constitucionales. (O)