Según los estudiosos de la psicología política (una de esas disciplinas que, según algunos lectores, no sirven para nada), los seres humanos nos parecemos a Jano, el dios romano de dos caras. Con la una miramos hacia el pasado mientras la otra trata de avizorar el futuro. Nuestras opiniones se forman tanto por la evaluación que hacemos de nuestras propias vivencias como por lo que suponemos que vendrá. La mirada retrospectiva se basa en la experiencia propia o, dicho en términos coloquiales, depende de cómo le fue a cada uno en la fiesta. Por eso, resulta bastante objetiva. La visión prospectiva, por el contrario, es más subjetiva porque está constituida por la expectativa, por los deseos acerca de lo que vendrá.
Todo esto viene al caso cuando se analizan los datos recogidos por el Barómetro de las Américas de la Universidad de Vanderbilt. Los resultados de la encuesta que se viene aplicando cada dos años desde el año 2004 recogen, entre otros aspectos, el estado de ánimo de la población latinoamericana. De manera especial, reflejan la situación económica personal y la de cada país. En el caso ecuatoriano, el ánimo predominante es el pesimismo. En el promedio general del periodo, solamente una quinta parte de la población considera que su situación es buena o muy buena, mientras apenas una séptima parte tiene opinión similar sobre el país. En el otro polo, casi la mitad califica como mala o pésima a la situación nacional, y algo menos de la cuarta parte califica así a su propia situación. Las expectativas de cambio de esa situación también son pesimistas, ya que la mitad de las personas considera que en el futuro seguirá igual y un tercio que empeorará. Solamente menos de un quinto considera que será mejor.
Buscando explicaciones, es posible atribuir ese pesimismo precisamente a la combinación de las dos miradas de Jano. Las opiniones reflejan la añoranza de un pasado de relativa bonanza, creada por el auge de la exportación petrolera, y el temor no solamente a desembocar en un futuro nefasto, sino a la certeza de que la situación en que ya está viviendo es mala o pésima. Los recursos disponibles a lo largo de algo menos de diez años viabilizaron la inclusión económica de amplios grupos que antes estuvieron excluidos. Pero, al no haberse creado las condiciones para cambiar el modelo de desarrollo basado únicamente en la exportación de materias primas, esa inclusión fue precaria y pasajera. Buena parte de la población que había logrado integrarse a la economía, ya sea por medio de un puesto de trabajo o por una actividad de cuenta propia, sintió de inmediato cómo se deterioraban sus condiciones de vida y cómo se dificultaba el ejercicio de sus derechos ciudadanos. La inclusión precaria dio paso a lo que, acudiendo a un neologismo, puede denominarse des-inclusión.
Más allá de la reflexión teórica, la realidad de esa des-inclusión y de las percepciones que se derivan de ella puede ser una buena pista para entender fenómenos como el estallido de octubre. (O)
(El artículo es un extracto del preámbulo escrito por el autor para el informe ‘Cultura política de la democracia en Ecuador y en las Américas, 2018-2019’)