Nuestro invitado

La fragilidad de las instituciones y la desafección por la actividad política nos deja una sensación de vacío. Parecería que no hay una instancia para presentar nuestras demandas ni tampoco un espacio para resolver nuestras diferencias. Cada cual camina a su propio ritmo y se defiende como cree y puede. Esa vieja muletilla del “sálvese quien pueda” se afirma como una salida o, mejor dicho, como un mecanismo ante la indefensión de la ciudadanía. Con estas características, el camino hacia la anomia está bien pavimentado, porque cada cual diseña su ley con el riesgo de hacer justicia por mano y riesgo propios.

Esta situación no es nueva en el país. La realidad política se vuelve reiterativa, pero tampoco es cíclica, porque si bien se repiten ciertas prácticas y comportamientos, más bien estas se han perfeccionado en el peor de los sentidos. La personalización se exacerba y no hay renovación de liderazgos, el show mediático se traslada a las redes sociales, el contenido se diluye en las formas y el mundo de la imagen, la corrupción está a un paso de naturalizarse y la llegada del mesías disfrazado de outsider es una posibilidad en cada sufragio, sin perder de vista que las reglas del juego electoral cambian en cada contienda.

En este escenario resultaría muy cómodo señalar únicamente a la clase política como protagonista y responsable de lo que sucede. Lo más complicado es transformar la pasividad de la ciudadanía en una voz activa y mandataria, exigente de derechos y cumplidora de deberes. Entonces, hay una corresponsabilidad compartida que requiere de un compromiso que sobrepase las buenas intenciones y los panfletos, porque así lo exigen la situación económica, la falta de confianza entre las personas, la incredulidad por las funciones del Estado y la impunidad. 

A la entrada de un año electoral, la necesidad de propiciar un acuerdo social a mediano y largo plazos es imperativo e impostergable. Indistintamente de las posiciones ideológicas de las organizaciones políticas, los problemas por resolver son los mismos: pobreza y extrema pobreza, desempleo, inseguridad, microtráfico de droga, incredulidad en el sistema político, corrupción e impunidad, salud, seguridad social, vivienda, narcopolítica, violencia en sus diversas formas, entre los más importantes.

En ese sentido, la construcción del país sobrepasa una estrategia cortoplacista, de pocos y únicamente con interés electoral. Tampoco se trata de refundar el país cada diez años, sino de mirar hacia delante con los recursos y talentos que tenemos y con las generaciones que vienen junto con nosotros. El diálogo debe ser intergeneracional, plural y respetuoso. Está comprobado que la salida de la crisis no es la redacción de nuevas constituciones, los golpes de Estado en sus diversas modalidades, el caos provocado por diversos sectores y encubierto en escenarios de violencia, caos y asalto. La realidad exige aprobar la asignatura de democracia y no vaciarle de sentido con la emergencia de clientelismos y populistas que polarizan la sociedad y nos dejan con enormes y profundas cicatrices ahora y mañana. (O)