“Los hombres, en general, no saben vivir, no tienen ninguna familiaridad real con la vida, nunca se sienten en ella totalmente a gusto, por eso persiguen diferentes proyectos, más o menos ambiciosos o más o menos grandiosos, depende, claro está, fracasan y llegan a la conclusión de que habría sido mejor, simplemente, dedicarse a vivir, pero suele ser demasiado tarde” (Michel Houellebecq, Serotonina, 2019).

“¿Qué quiere un hombre?”. A diferencia de su pregunta por el deseo de “una mujer”, la pregunta por el deseo de un hombre particular y determinado no está formulada de manera explícita en la obra del “fantoche austriaco” (como llama Houellebecq a Sigmund Freud), aunque recorre toda su práctica clínica. Una pregunta que el novelista francés aborda –a su manera y con chispazos autobiográficos– en su novela más reciente a través de su personaje: Florent-Claude Labrouste, un burócrata cuarentón solitario y deprimido que recurre a un psiquiatra para que le recete “Captorix”, el supuesto antidepresivo de última generación que sube la serotonina y baja la libido. Un funcionario gubernamental oscuro y mediocre que repasa su vida y realiza el inventario de sus fracasos existenciales y amorosos.

“¿Qué quieren los hombres?”. Si leemos superficialmente algunas novelas de Houellebecq, pensaríamos que hay alguna coincidencia entre sus personajes y la opinión de muchas mujeres: los hombres quieren sexo, poder, dinero, control y que los dejen en paz. Lo demás, es decir, aquello que reclaman universalmente las mujeres, no lo demandan porque ya lo tienen, no les interesa o lo dan por sentado. Por la vía del placer que debe renovarse de manera permanente y de la paradójica vacuidad del exceso, sobreviene la depresión, la etiqueta que la psiquiatría presente le pone al malestar en la cultura del siglo XXI. Para ello existen los antidepresivos actuales, los que supuestamente inauguraron una revolución desde 1985 con la aparición del Prozac, el primero de ellos. Los que alivian la tristeza y devuelven la capacidad de trabajar, pero producen en muchos sujetos una chatura afectiva y una inercia del deseo.

“¿Qué quiere este hombre, Florent-Claude Labrouste?”. Básicamente, recuperar su relación con el deseo, no solamente en cuanto deseo sexual, sino –sobre todo– como deseo de deseo. Es decir, recuperar la capacidad de desear y someterse a la posibilidad de la frustración y la falta. Recuperar el tiempo perdido y los amores desperdiciados, los de aquellas mujeres que se le entregaron sin reservas para llenarlo de placer, cuidados y ternura. Las mujeres a las que él dejó ir de manera miserable y novelera a cambio de “otro coño, una buena mamada y un buen polvo”. Las mujeres a las que finalmente evitó por su horror al compromiso. Serotonina, un peregrinaje por el mundo actual, el de los privilegios ilimitados, la satisfacción inmediata y la banalidad del placer fácil.

Tomar antidepresivos cuando están indicados y bien prescritos indudablemente alivia el sufrimiento. Pero hay que ir más allá: recuperar la relación con el deseo mediante la palabra y la exposición al (des)encuentro con los semejantes. Houellebecq, un racista, cínico, islamófobo, nihilista y misógino al que muchas feministas aman odiar. O un hombre que invita a interrogarse por su deseo a otros hombres y a las mujeres. Usted decide. (O)