“Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, por mucho que los nadies la llamen. Los nadies, los hijos de nadie, los dueños de nada. Los ningunos, los ninguneados: Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata”.

Así leía el mundo Eduardo Galeano. Así escribía. Así iluminaba, poniendo delante de nuestros ojos lo que mirábamos sin ver.

Los nadies. Escribió sobre ellos Margarita Borja, colega de página: “Como esas mujeres y hombres en los autobuses, que seguramente se despertaban a las cinco de la mañana, viajaban desde sus barrios más pobres hasta los barrios más ricos donde vendían cosas, limpiaban o construían casas, cuidaban y defendían bienes y niños ajenos. Yo que iba en el bus de camino a la universidad y me creía pobre porque ganaba 125 dólares al mes, observaba los ojos agónicos de los otros pasajeros, sus manos ajadas, sus rostros melancólicos acariciados por el alivio del sueño”. Margarita veía y recuerda lo que otros no quieren ver y recordar. El pescado que comemos es procurado por pescadores que doblan sus espaldas desde temprano para ganar el sustento diario. Los productos agrícolas que ingerimos siembran y cosechan los indígenas vilipendiados por centurias.

Decía Aristóteles: “En relación al esclavo no puede haber injusticia, ni tampoco es posible la amistad. No es posible con los objetos inanimados, tal como el caballo o el buey o el esclavo, por cuanto es esclavo”. Los nadies ya no son esclavos, pero siguen sujetos a la servidumbre de trabajar por míseros salarios. Según el Banco Mundial, a octubre de 2018, casi la mitad de la población, 3400 millones de personas vivían con menos de US $ 5,50 al día y tenía dificultades para satisfacer sus necesidades básicas. Lo que no ha variado: Según el índice de la agencia Bloomberg, las 500 personas más ricas del mundo sumaron el 2019 USD 1,2 billones a sus cuentas, equivalente al PIB de España y muy superior al de Ecuador, que el primer semestre del 2019 fue de USD 17 988 millones. Con tales ingresos las fortunas de los 500 alcanzaron los USD 5,9 billones, un 25 % más que el 2018. En Estados Unidos de América el 0,1% más rico controla una parte de la riqueza como nunca vista. Pero eluden sus obligaciones tributarias con artificios financieros y fiscales. Mientras, descendió la renta de los estratos sociales menos pudientes y de una porción sustancial de los medios. Según Elizabeth Warren, precandidata del partido demócrata a la presidencia estadounidense, los empresarios se han beneficiado de recursos federales como los destinados a la educación, la sanidad o las infraestructuras. Es decir, les han arrebatado el pan y el libro a los pobres. El 99 % de la población mundial posee una riqueza igual al 1 %. ¿No es obsceno ello, no es obsceno que en nuestra ciudad veamos niños mendigos, personas buscando qué comer en los tachos de basura, durmiendo en los soportales de las casas? Como sostiene el diario Público español, la riqueza de los Estados ha menguado y por ende tienen menor capacidad para atender a la gran mayoría de ciudadanos. El 10 % de los altos cargos privados reciben una mejor remuneración que cerca del 50 % del resto de servidores. Las mujeres ocupan los puestos con peores remuneraciones.

Pero los nadies, los sans-culottes de la Francia del siglo XVIII, los rotos chilenos del siglo XIX, los pobres actuales del mundo, soportan también prejuicios y les cae el martillo del poder, especialmente si son negros: “Negro en hamaca, negro vago; blanco en hamaca, blanco descansando. Negro corriendo, negro ladrón; blanco corriendo, blanco deportista”. Bolsonaro expresó que un policía que mata a un delincuente debe ser condecorado, no investigado”. Y el gendarme resuelve quién debe morir y quién vivir.

Adela Cortina, filósofa española, asevera: “Lo que molesta de los inmigrantes y de los refugiados, no es que sean extranjeros, sino que sean pobres. Todas las fobias son patologías sociales que se expresan en forma de odio al diferente”. Trump declaró que Estados Unidos no debería recibir inmigrantes de países de mierda, sino de Noruega; que los haitianos tienen sida. Agrega Cortina: “El rechazo al pobre implica siempre una actitud de superioridad y suele incluir la culpabilización de la víctima. Los pobres no pueden dar, luego, nada se espera de ellos. Se puede ahondar en la tendencia a la aporofobia –el odio al pobre– si hay un discurso público que la favorece, una ideología predominante, la neoliberal, que es una reacción frente al Estado de bienestar”. Un discurso y una práctica que proclama que los pobres deben ocupar su puesto, como en el apartheid sudafricano.

Prescribe la Declaración Universal de Derechos Humanos: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Corresponde a la sociedad vivir el precepto. (O)