A pocas horas de celebrar la llegada del 2020, la responsabilidad personal obliga a hacer una lectura retrospectiva del año que termina. Lo primero que viene a mi mente, a raíz de los acontecimientos vividos en 2019, es la demoledora conclusión que expresa la filósofa alemana de origen judío, Hannah Arendt, a propósito del caso Eichmann: “El mal no puede ser banal o radical. Es extremo”.

En 1963 se publicó el ensayo Adolph Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal, escrito por ella. Este describe el proceso seguido a Eichmann en 1961, que Arendt presenció como reportera de la revista The New Yorker. Teniente coronel de las SS –fuerza militar y política del nazismo– y uno de los mayores criminales de la historia, Eichmann había sido acusado de la deportación y exterminio de judíos en los campos de concentración, y detenido en 1959 por el Servicio Secreto Israelí en Argentina, país donde se había refugiado con el nombre de Ricardo Klement. De vuelta a Europa, fue juzgado en Jerusalén por crímenes de guerra, contra el pueblo judío y contra la humanidad, en el régimen nazi.

Durante el juicio, Eichmann se declaró inocente, aclarando que no era el monstruo en que se le pretendía transformar. Afirmó que nunca había matado a alguien, judío o no judío. Aseguró que solo cumplía órdenes superiores y que se había fascinado por la ‘cuestión judía’ debido a su idealismo. Un idealista, decía, “no era simplemente un hombre que creyera en una idea, o alguien que no aceptara el soborno, o no se alzara con los fondos públicos (…) Idealistas eran quienes vivían para su idea y sacrificaban todo por ella”.

Arendt declara en el libro, que mientras más lo escuchaba, más se convencía de la incapacidad de Eichmann para pensar de forma crítica. Esto no se debía a que él estuviera mintiendo sino “que estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros, y por ende contra la realidad como tal”. A esta falta de juicio para comprender las atrocidades cometidas, Arendt lo llamó ‘mal banal’, propio de aquellos que cumplen instrucciones como un ejercicio rutinario, maquinal y desapasionado, aunque esto implique, incluso, violencia extrema.

Los comentarios de Arendt, en el sentido de que este hombrecillo era solo un eslabón más de la burocracia de un estado criminal, muy lejos de los grupos de poder, le trajo muchas críticas. ¿Qué es lo que se juzgaba al llevar al estrado a Eichmann?, ¿al nazismo o a un hombre de carne y hueso?, se preguntaba. G. Scholem, un intelectual judío le había reclamado que el texto era una afrenta contra el sionismo, a lo que Arendt respondió: “hoy opino que el mal siempre es extremo, pero nunca es radical, carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoniaca. El pensamiento trata de alcanzar cierta profundidad, ir a las raíces pero no encuentra nada. Eso es la banalidad. Solo el bien tiene profundidad y puede ser radical”.

Arendt no tenía la intención de exculpar a Eichmann sino de ilustrar cómo el mal extremo se había encarnado en un funcionario de nivel medio, quien sin ninguna reserva moral, llevaba a cabo, eficientemente, las instrucciones impartidas por Adolfo Hitler.

En 1969, Arendt publicó Sobre la violencia, donde apunta que de las formas de dominio sobre los hombres, la burocracia –nacional o internacional– es la más peligrosa: “el dominio de Nadie es claramente el más tiránico de todos. Es imposible la localización de la responsabilidad y la identificación del enemigo (…), de su caótica naturaleza y de su peligrosa tendencia a escapar de todo control”.

¿Qué hubiera pasado si los ecuatorianos adoptábamos una posición más crítica y condenatoria frente al ‘entramado y estructura criminal de corrupción’ de la década pasada, como los ha calificado la fiscal general? Es imperativo que como sociedad civil construyamos una vía distinta de ´estar en la política´, en el marco de un Estado de derecho democrático. De lo contrario, estamos advertidos de que podría caerse, nuevamente, en un abismo social, dando cabida a un mal extremo, perpetrado por mafias políticas y burocráticas, a la orden de un führer. ¡Prohibido olvidar! (O)