Por: Gilda Macias Carmignani

La contundente frase la dijo Paul Valéry en 1937, en el marco de la conferencia ‘Nuestro destino y la literatura’, en la Academia Francesa. En aquella ocasión, el poeta y ensayista francés recogía el sentimiento de desesperanza que compartían los intelectuales de la época: “El porvenir es como el resto: ya no es como antes. Por tanto considero que ya no sabemos pensar en él con algo de confianza en nuestras inducciones”.

Casi un siglo después nos descubrimos afirmando lo mismo, extrañando la simplicidad del ayer, en que la relación entre causa y efecto era lineal. Hoy, cualquier causa podría producir cualquier efecto o cientos de ellos, que además parecerían no guardar relación entre sí. Llámese efecto mariposa, teoría del caos, modernidad líquida o tiempos puntillistas, nuestra única certeza es la incertidumbre. El desorden es global y la pérdida de sentido, también.

P. Kennedy, A. Toffler, F. Fukuyama, J. Naisbitt, E. Morin, anunciaban las tendencias para las últimas décadas del siglo XX y el siglo XXI. El socialismo de libre mercado, el nacionalismo cultural, el empoderamiento femenino, el liderazgo chino, el fin de la historia, el triunfo del individualismo, el auge del misticismo religioso, la revolución de la genética o la reforma del pensamiento, eran indicadores marco para elaborar los planes estratégicos organizacionales. Actualmente sería arriesgado adelantar las claves del futuro, a no ser que coincidamos con J. N. Harari en que la inteligencia artificial y la biotecnología podrían replantear el significado de la vida.

En Retrotopía (2017), Zygmunt Bauman anota que miramos el futuro con el espejo retrovisor del pasado, como un mecanismo de defensa ante lo imprevisible del mañana. Agotados, huimos del futuro, envueltos en una suerte de nostalgia que evoca lo que ya fue, de modo idealizado. En este proceso, el propósito de contribuir al desarrollo de una ‘sociedad mejor’ se ha convertido en el ideal de ‘una vida personal mejor’, consumista, hiperindividualista, vaciada de ideales, sin que importe mucho a quién o qué se derribe en el camino para lograrlo. Quienes no han sido invitados a la fiesta (marginados, consumidores imperfectos, ‘los otros’) se ven privados de disfrutar del paraíso que ha sido prometido a todos. Y esto acarrea consecuencias. La exclusión y la inequidad social devienen en ira, saqueo y vandalismo.

La interesante hipótesis de A. Lewis sobre la ‘sensación de privación’ resulta oportuna para comprender estos fenómenos. Según la curva J, habría una mayor posibilidad de que surjan conductas violentas cuando a un periodo de ascenso, seguido de un periodo de incremento de expectativas y satisfacciones, la percepción de esos beneficios se detiene, pero no así las expectativas, que siguen su curso, generando una marcada distancia entre expectativas y realidad. Esa diferencia se vuelve intolerable y es el principio de la rebelión frente a un sistema que incumple sus promesas.

A lo anterior se suma la falta de canales apropiados para expresar el malestar provocado por el desempleo, bajos salarios, servicios deficientes o inaccesibles, etcétera. La falta de confianza en la gestión política deviene en indignación y esta encuentra espacio en las redes sociales y en la calle, en formato de protesta social colectiva, a la que se suma cualquier persona que sienta que sus derechos han sido vulnerados y necesita de una plataforma para ser escuchada.

Esta crisis de confianza, decía hace poco el pensador Manuel Castells en Chile, es una crisis global de la democracia liberal. Es una crisis multidimensional: ecológica y de habitabilidad; de los mercados financieros globales; de crecimiento en la desigualdad social; de la legitimidad política y de la propia gestión política de la crisis. La mayoría de ciudadanos no siente que los partidos políticos los representen: según encuesta del PNUD, en el 2008, el 58 % de latinoamericanos no creía en los partidos políticos; al 2018 la cifra ascendió al 83 %.

Varias causas convergen para esta deslegitimización, según Castells: 1) la globalización, que contribuye a que el Estado se globalice, pero la nación se repliegue en defensa de su identidad; 2) el propio proceso político, dominado por lo mediático y la simplificación de mensajes; 3) la economía criminal, producto principalmente del narcotráfico; 4) la corrupción en todas sus formas. Y tal parece, que las estrategias que se han implementado en varios países (reformas en temas de elecciones, donaciones, mandatos, unidades anticorrupción), además de la presión ciudadana aliada al periodismo de investigación, no han sido suficientes.

Entonces, si los políticos pierden su capacidad para definir una visión inspiradora de país y no tenemos seguridad de lo que nos traerá el futuro, ¿será hora de que los ciudadanos nos encarguemos de construirlo? Rumbo a la celebración del bicentenario de su independencia, Guayaquil da muestras rotundas de la responsabilidad cívica para hacerlo. (O)