Los actuales hechos sociales en Ecuador y en América Latina, marcados por la reivindicación de mejores condiciones de vida y por la violencia que destruye y arrasa, son analizados por todos. Por ciudadanos en general, por miembros de diversos ámbitos sociales, por profesionales con conocimientos y destrezas específicas, y por quienes por formación académica se relacionan directamente con la ley y con el derecho. Muchos integrantes de estos grupos: ciudadanos, profesionales, abogados y juristas, frente a los reclamos sociales, la violencia y los derechos humanos, se preguntan ¿por qué las agresiones de los protestantes violentos a ciudadanos pacíficos no se consideran como violaciones de esos derechos?

La respuesta es político-jurídica y no es evidente para todos, inclusive para algunos profesionales del derecho que fueron consultados por quien suscribe esta columna, que mostraron el mismo desconocimiento frente al criterio doctrinario, normativo y jurisdiccional, de que el único posible violador de los derechos humanos es el Estado. Para comprender este enfoque es necesario asumir ciertas definiciones y categorías imperantes que, como todas, responden a intereses y a la importancia que se les atribuye a través de la doctrina y de un conjunto de leyes y tratados internacionales que establecen que los sujetos obligados a cumplir con los derechos humanos y a vigilar por su vigencia son los estados, consagrando su monopolio tanto como garantes y también como transgresores. Este criterio, asumido por los especialistas, no lo es por la sociedad, porque no es claro ni obvio que las agresiones contra los derechos humanos que sufren unos individuos a manos de otros tengan una categorización diferente. Se los define como simples delitos, desconociendo su esencia que exige sean ubicados en un sitial jurídico privilegiado que debe ser respetado por todos y no pueden depender, para demandar por sus violaciones, de una condición como la personalidad jurídica de quienes lo hacen.

La explicación histórica de la posición que cuestionamos se encuentra en las luchas de los ciudadanos en contra del poder del Estado, para controlarlo, orientarlo al bien común y evitar posibles abusos. Sin embargo, para las víctimas de violaciones de sus derechos fundamentales, el que se deba reclamarlos exclusivamente al Estado representa no una protección mayor, sino la imposición de una forzada bilateralidad con el mismo, que restringe su reclamo y debilita su vigencia universal. Los derechos humanos son la quintaesencia de la justicia. Si solamente es el Estado quien puede violentarlos y no otras instancias o personas, en lugar de protegerlos, se atenta contra su universalidad y su importancia superlativa al asimilarlos –en estos casos– a una categoría que le es jurídicamente supeditada, la del derecho penal.

Los dos factores: la obligada y excluyente bilateralidad entre derechos humanos y Estado, así como la dificultad cultural para comprender socialmente este criterio, son suficientes razones para que el debate sobre este tema se potencie con el fin de que la dogmática y la técnica jurídica vigentes se miren a sí mismas como susceptibles de cambios, que sin duda son complejos y representarían una ruptura que llevaría consigo una completa reformulación de la estructura normativa, administrativa y jurisdiccional del escenario mundial de los derechos humanos.

(O)