“Un fantasma recorre Ecuador, el fantasma del comunitarismo”. Para hacer honor a sus orígenes ideológicos y a su utopía arcaica, así debió comenzar el documento de la Conaie, que tiene muy poco de propuesta y mucho de manifiesto. Marx y Engels acuñaron la frase del fantasma que, a pesar del materialismo tan científico que ellos pregonaron, constituye una muestra de la invencible permanencia del pensamiento mágico que evoca diablos, dioses y aparecidos. El manifiesto comunitarista está escrito por personas que nunca se enteraron de que, hace ya treinta años, cayó el Muro de Berlín. Si debieron pasar alrededor de cincuenta años para comprobar que las afirmaciones del manifiesto original no encajaban en la realidad, para el actual bastan los minutos que toma la dificultosa digestión de su receta milenarista.

Ya se ha dicho mucho sobre la inviabilidad, ingenuidad y anacronismo de las propuestas contenidas en ese manifiesto. Pero insistir en ello no es llover sobre mojado, porque este retrata de cuerpo entero a un sector importante de la población ecuatoriana y señala el punto en que se encuentra el debate nacional. Más allá de las organizaciones indígenas y otras agrupaciones que se hacen cargo del documento, este puede ser suscrito por un amplio grupo, en el que se incluyen académicos e intelectuales que aún hipotecan el futuro a experimentos fallidos. Para ellos no cuenta la realidad histórica, aquella que costó millones de muertos y tuvo paupérrimos resultados en el bienestar de su población. En un ejercicio metafísico, siguen contraponiendo esa evidencia a un modelo que solo funciona en las cabezas, sin atender a la recomendación de Rudolf Bahro (un economista que vivió esa realidad) de evaluar el socialismo real o realmente existente. No importa si esa realidad fue la que refleja Svetlana Aleksiévich en El fin del Homo sovieticus, si en su mirada solo está la utopía, el modelo ideal que en esta ocasión sí funcionará porque tiene la fuerza telúrica de la comunidad.

No habría mayor razón para preocuparse si al frente hubiera una propuesta integral que ofreciera un modelo económico y político con capacidad para incluir a toda la población y para asegurarle un futuro que vaya más allá de la posibilidad de llegar al fin del mes. Encerrados en las recetas de los años noventa, quienes se espantan con el manifiesto comunitarista no alcanzan a comprender el carácter integral del problema. Su sorpresa frente a hechos como el estallido del icónico modelo chileno demuestra su anclaje en los aspectos macroeconómicos y su indiferencia ante la vida de las personas de carne y hueso. El antiestatismo, llevado al extremo en ese país, desarmó los embriones del Estado de bienestar que se habían creado desde la década del treinta. La violenta erupción de estos días es un llamado de atención a todo el continente.

Penosamente, no hay señal que sugiera que podremos salir del atolladero en que nos encierra el debate entre el comunitarismo y el neoliberalismo. Lo que está claro es que la solución no está en los manifiestos arcaicos. (O)