Me ha costado tiempo y dolor digerir la más reciente novela de Óscar Vela, Ahora que cae la niebla, sobre la vida del Justo entre las Naciones Manuel Antonio Muñoz Borrero. Empezaré diciendo que no la comprendí del todo en la lectura, sino conforme pasaban los días, y cuando mi realidad de lector se fundió con la realidad del país: un paro nacional signado por la violencia y la intransigencia. No es mi intención politizar, aún más, mi percepción sobre la novela de Vela, pero sí quisiera dejar constancia de cómo la literatura sigue siendo aquel fósforo encendido, del que hablaba Faulkner, que si no alcanza a iluminarnos cuando la niebla nos envuelve, al menos nos hace conscientes de la magnitud que tiene la oscuridad.
Hay dos escenas que quisiera traer a colación (a quien no ha leído la obra y prefiere una aproximación desde el misterio, le recomiendo detener aquí su lectura de mi artículo). En el verano de 1936 el personaje Muñoz Borrero es el cónsul honorario del Ecuador ante el Reino de Suecia. Se encuentra comiendo en un mercado de Estocolmo cuando un fotógrafo, que asegura ser un viajero del tiempo, se le acerca y le dice que tiene una fotografía de él, tomada sobre el puente de Lidingö en 1946. “Allí, envuelta en una capa de bruma sepia, aparecía la silueta de un hombre que tenía un parecido sorprendente conmigo”. Muñoz Borrero adquirió divertido esa imagen.
En los diez años siguientes su vida, como la de millones de seres humanos, fue arrollada por una oscuridad espesa. Había sido separado del servicio exterior ecuatoriano con graves acusaciones, se convirtió en blanco de persecución de un agente de la SS nazi, se le abrió un expediente investigativo a pedido de su propio país y fue interrogado varias veces como si fuera un delincuente por la policía sueca. Su prominente carrera diplomática se había desplomado. Había presenciado un horror que jamás se imaginó poder resistir. Estaba más solo que nunca: amaba a una mujer casada con otro hombre y había concebido un hijo que no iba a saber que él era su padre.
La novela de Vela desempolva momentos luminosos de mi vida: la tarde en Jerusalén, a mis 18 años, cuando el académico Efraim Zadoff nos relató a un grupo de ecuatorianos la historia de este cónsul. Aquel día, de modo desgarrador y a la vez diáfano, descubrí que mi pasaporte, ese que requería de tantas visas y despertaba tantas sospechas en los aeropuertos del mundo, cumplía con una sincronía vital. Ya desde esa época desdeñaba de los nacionalismos, que siempre me han parecido torpes, pero ese día ser ecuatoriano cobró un significado distinto. Era como respirar un aire liviano y como si la misma fundación accidental del Ecuador en 1830 alcanzara un sentido lógico, absolutamente necesario. Me sentí orgulloso del cónsul, supe que su accionar era ya inseparable del documento que me identifica y de la historia de quienes, ante el horror, vuelven al mismo centro de su humanidad.
Muñoz Borrero nunca relató, ni siquiera a su familia, que entre 1940 y 1945 entregó, en violación expresa de disposiciones de su gobierno, más de 1 000 pasaportes ecuatorianos a familias judías, con la intención de que la nacionalidad de un país diminuto de Sudamérica les salvara la vida. La valentía temeraria de este cónsul no sirvió para evitar que Hitler exterminará a muchos de ellos, pero se conoce que alrededor de dos centenares de seres humanos permanecieron en el mundo gracias a una palabra, que designa una nacionalidad, y que deriva de una línea imaginaria en la mitad de la tierra.
Leer esta novela y en este contexto cumple, quizá, con otra sincronía dolorosa: la sensación indefinible que me embargó luego de ver a mi país desgarrado a lo largo de 11 días de violencia. Toda nacionalidad es una ficción categorizadora, en ese sentido arbitraria y cuyas consecuencias, injustamente, definen la vida del ser humano. Una nacionalidad puede salvar y puede destruir. Creo que Muñoz Borrero, cuando enfrentó su destino, nunca distinguió a las personas que necesitaban su ayuda por su ideología, su raza, origen nacional o cualquier otra condición. Se sabía parte de la humanidad y ese era, a mi juicio, su lugar de pertenencia. Fue un defensor de derechos humanos valiente y justo. Cuenta la novela que una noche de 1940 un hombre judío, luego de pedirle un pasaporte, le preguntó dónde estaba Dios en esos tiempos y por qué los había abandonado. Desolado, el personaje de Muñoz Borrero acepta que no tiene la respuesta y que la niebla lo había rodeado por completo. Aunque él no lo vio, la literatura nos muestra que, entre otros, él era ese último rastro de la bondad y compasión humanas, esa última resistencia de la luz. (O)