Atravesamos una crisis de depresión colectiva. No quiero oír las noticias, hago mi trabajo y me encierro en mi casa, dice un taxista. Las cosas están mal, ni pensar en casarse y menos traer hijos al mundo, sostienen unos jóvenes mileniales, perturbados por el cambio climático, los incendios y las declaraciones de Bolsonaro. Hay que estar callados, quien tiene un trabajo mejor no decir nada y soportar, conversan algunos vecinos.
Lo peor que puede pasar a una sociedad es no encontrar motivos colectivos para estar orgullosos de pertenecer a su país, a su gente, a su cultura, a su historia, a sus logros, a su tierra.
Todos los días la profundización de escándalos viejos o la aparición de nuevos han atrofiado la capacidad de asombro y de indignación. La necesidad de algún logro inmediato unido a procesos largos y aparentemente ineficaces siembra en la sociedad del vértigo informativo desidia, descrédito y apatía.
Cuando el señor vicepresidente Otto Sonnenholzner pidió comprensión y paciencia a los ecuatorianos en vista de las medidas económicas que serán sometidas a votación, vino a mi memoria el asalto de un bus interprovincial muy bien equipado, cómodo, una mañana de hace pocos días. La modorra fue sacudida por los pedidos de los ladrones, que habían subido no hacía mucho en una curva del camino. Roban rápidamente las pertenecías de los pasajeros. En estado de shock miran a su alrededor, buscan ayuda, pero solo se tienen unos a otros. Hacen inventarios de lo que se llevaron. No se pueden comunicar con los suyos porque no ha quedado ningún celular disponible y en esos momentos la carretera se ve desolada. Las acusaciones al conductor afloran. ¿Por qué dejó subir pasajeros en el camino? Señores, si quieren más seguridad tendremos que aumentar el costo de los pasajes porque necesitamos recursos. Si el bus no sale completo, trabajamos a pérdida. Así que es responsabilidad de ustedes la seguridad de todos. Colaboren pagando más el pasaje.
Muy parecido al pedido vicepresidencial. No solo nos roban, sino que nos piden colaborar con los ladrones de manera comprensiva y cordial.
La corrupción es y fue un robo sistemático, constante, extendido y considerado normal, en las diferentes instancias del Estado. Como no se ven los rostros ni se conoce la vida de los afectados, de los que se quedan sin trabajo, de los enfermos sin medicinas, los estudiantes sin buenas escuelas y centros de estudio, los informales que venden en las calles, los que venden droga como única posibilidad de conseguir algún dinero, de las tragedias familiares que ocasiona la inestabilidad económica, entonces ser autor o cómplice de la corrupción casi es un acto de viveza criolla que no recibe un rechazo ciudadano generalizado. Solo cuando de manera visible afecta la vida de la mayoría, el enojo y la frustración, como ruido de fondo que precede los terremotos, comienzan a inquietar.
La población siempre está dispuesta a sacrificios cuando un mismo ideal y proyecto la moviliza, cuando ve la salida del túnel, cuando sabe que de ella depende que salgamos adelante. No es el caso actualmente. No hay señales claras desde el Ejecutivo de cuál es el proyecto movilizador, no basta poner parches, no basta que nos digan que es para tener nuevos créditos que terminaremos pagando nosotros. Las nuevas leyes laborales no son suficientemente conocidas, generan miedo y desconfianza. Con ese telón de fondo es inútil pedir comprensión, paciencia, con la fuerza quizás logren una explosiva sumisión. (O)