Entre las más arcaicas y vanas desviaciones de las funciones del sector público está la organización y financiación de fiestas. Siempre fue una acción demagógica, destinada a contentar y distraer a las masas. El cesarismo, tiranía populista de la antigua Roma, engatusaba al populus con el proverbial “panem et circenses”, con pan y circo. En el Ecuador esta engañosa institución también es de vieja data. En el siglo XIX el dictador Ignacio de Veintemilla era un experto en narcotizar al pueblo con retretas y corridas de toros, regadas con abundante aguardiente. No le han faltado continuadores hasta nuestros días. Al empoderarse los llamados en la neolengua correísta “gobiernos autónomos descentralizados”, como municipios, consejos y juntas parroquiales, absorbieron esta función de gran prioste, quedando el Estado central relegado a generoso contribuyente.

Esta costosa tarea que se han autoimpuesto las autoridades, de ninguna manera está entre sus obligaciones. Que la cultura, que la identidad, que el buen vivir y otros conceptos traídos de los cabellos, no justifican este gasto superfluo, peor en un país con tantas carencias esenciales. Excusas mentirosas, lo que buscan al financiar cantatas, bailantas y francachelas es hacerse populares, hacer sentir que son amigos porque invitan de “su plata” unas copitas... y en las próximas elecciones votarás por mí. La desorbitada importancia que otorgamos al festejo regional es muestra irrefragable de nuestra miopía pueblerina.

Quito, capital con dos millones de habitantes, naufraga también en esta sobredimensión aldeana de sus fiestas. Sin embargo, tras la supresión de la feria de toros, mediante una consulta inconstitucional, el festejo entró en un acelerado deterioro, que se trató de detener con la organización de costosos conciertos y otros espectáculos que no consiguieron volver a encender la fiesta. Ahora el municipio podría estar poniéndole la puntilla a la celebración fundacional con la supresión de la elección de Reina de Quito. En los efectos de la medida, es decir, en no utilizar fondos públicos en un gasto no esencial, estoy de acuerdo, aunque el monto ahorrado sea irrisorio. Por eso será del todo inaceptable que, a pretexto de remplazar el fenecido reinado, se malgaste dinero público en divertimentos insustanciales. Y si bien los concursos de belleza, en ninguna ciudad, parroquia o anejo del país deben organizarse con cargo a los contribuyentes, quede muy claro que ninguna autoridad puede prohibirlos. Si una entidad privada decide organizar por su cuenta un certamen de este tipo, estará en todo su derecho. A muchas personas les gustan estos eventos, no hacen daño ni se los imponen a nadie. La belleza es un valor, esto quiere decir que es algo que vale para la gente, algo que aprecia. Negarlo por ceguera ideológica, resentimiento con la suerte o mera tontería es no querer ver la naturaleza humana y la naturaleza misma. Por supuesto que los seres humanos no deben ser juzgados solo por sus cualidades estéticas, pero así como los campeonatos de fútbol se dirimen sin tomar en cuenta qué tan bonitos son los jugadores, para apreciar otros atributos existen torneos específicos.

(O)