Un año antes, Ecuador y República Dominicana habían dado los primeros y tímidos pasos hacia el que se transformaría en el periodo más largo de vigencia de la democracia en la historia de América Latina. La mayor parte de países, con las excepciones de Colombia, Costa Rica y Venezuela, se batían aún en los charcos de sangre de las dictaduras militares. Sin otras opciones a su alcance, el mundo se veía obligado a escoger uno de los dos caminos que le ofrecía la Guerra Fría. La complejidad del momento y del entorno no proporcionaba las mejores condiciones para hechos sorpresivos como el que se produjo en Nicaragua el 19 de julio de 1979. En un país condenado a la pobreza por una larga historia de despojos por propios y extraños triunfó una revolución que se autodenominó sandinista.

Más que un adjetivo, esa calificación constituyó una toma de posición, tanto dentro de ese mundo bipolar como frente a la complejidad de la situación interna del país. Fue la única guerrilla victoriosa después de más de veinte años en los que los sectores más radicalizados de la izquierda continental trataron de reproducir la experiencia cubana. Sin embargo, rehuyó de las denominaciones que podían colocarla en el campo del socialismo. A pesar de que varios de los máximos dirigentes político-militares venían de esa tradición y habrían preferido definirla con alguno de los apelativos en boga en ese tiempo, no pudieron hacerlo porque las condiciones en que se produjo el triunfo lo impedían. Hubo tres factores básicos que impusieron esa denominación, que en realidad fue la seña de identidad de los primeros años.

En primer lugar, la epopeya que rescataba con ella era la de Augusto Sandino, el general que encabezó la resistencia a la ocupación norteamericana y que fue asesinado por orden del fundador de la dinastía de los Somoza. Esa remembranza la convertía en una lucha de liberación nacional más que en una gesta por la implantación de un régimen socialista. En segundo lugar, por ese mismo anclaje en la historia nicaragüense, el Frente Sandinista era una confluencia de sectores sociales y políticos que abarcaban desde la izquierda socialista hasta la derecha moderada. Los testimonios de los debates internos dan cuenta de esa pluralidad que no estuvo exenta de tensiones. La propia conformación de la primera Junta de Gobierno expresaba esa pluralidad de corrientes y marcaba una clara diferencia con el modelo cubano. En tercer lugar, en apoyo a la lucha sandinista –especialmente en sus últimas etapas– confluyó una constelación de países que consideraban a la derrota de Somoza como un paso impostergable para la instauración de la democracia en América Latina. La Venezuela de Carlos Andrés Pérez, los Estados Unidos de Jimmy Carter y buena parte de los países europeos habían comprometido su apoyo a la lucha contra la dictadura, entendiendo que el objetivo no era reemplazarla por una similar, aunque fuera de otro signo político. En síntesis, todo empujaba hacia una transformación democrática.

Pero, para plasmarse ese modelo político requería que los dirigentes del proceso comprendieran a cabalidad lo delicado de la situación que se derivaba de esas condiciones. Vale decir, era necesario que algunos de ellos, especialmente los que encabezaron la lucha armada, estuvieran dispuestos a aceptar principios básicos de la democracia, como la vigencia de los derechos, el pluralismo, la discrepancia y que la alternancia en el gobierno se definiera por elecciones libres y limpias. Una parte de ellos entendió esa necesidad. Otra parte, la que finalmente se alzó con el poder, se aferró a las viejas creencias y dogmas de la izquierda, aunque finalmente, para mantenerlo terminara por abjurar de estas sin adoptar jamás los principios democráticos. (O)