Ahora que estamos leyendo La Odisea dentro de la propuesta de lectura digital del profesor Pablo Maurette, con profusión de entusiasmo y curiosidad –recuerden que un clásico es un libro que nunca deja de decir lo que tiene que decir, según Calvino–, bien vale replantearse la dualidad que anuncia el presente título, sucumbiendo a la inveterada tendencia a ver el mundo en sentido binario.
Los autores y obras considerados clásicos –palabra que tiene varias acepciones: diez según el DEL– no entran en ninguna discusión. Están consagrados por la tradición cultural mundial, se acepta que sus contenidos y sus formas entregan unos saberes a los que la condición humana no puede rehuir y que, frente a cualquier iluminación contemporánea, lo que hacen es multiplicar sus significados. Por eso figuraban siempre en todo currículo escolar, ya sea en pedagógicas adaptaciones para niños o en su versión original que nos obligaba a los maestros de bachillerato a pasar un filtro por los versos, dada la exigencia de sus lenguajes.
Yo pasé por varias versiones de las epopeyas homéricas mientras fui creciendo, hasta detenerme en las famosas de don Luis Segalá y Estalella, el traductor que en 1905 nos dio páginas prosificadas y arcaicas en español. En mi reciente lectura, tengo la mirada más aguzada hacia la manera en que el traductor construye en nuestro idioma una especie de atmósfera superior, que linda entre el cielo de los olímpicos y la naturaleza de los humanos, a costa de una sintaxis antigua. “Esa lengua no es de este mundo” diría cualquier personaje de García Márquez (también cultivador de los arcaísmos), pero cada lector es consciente de que se trata de formas del español, posibles y correctas, tocadas por la varita mágica del tiempo. Con el móvil a la mano, cada consulta es válida, y hasta placentera.
Este entusiasmo brota en mis líneas simultáneamente a que campee entre escritores y lectores de nueva generación, el culto por lo coetáneo. Las narraciones se entregan con frenesí al rostro sórdido y abyecto de la vida con el ánimo de explotar “lo no dicho”, es decir, aquellas facetas que la comodidad o la cobardía han dejado fuera de la expresión. Los mayores fuimos educados en ese imponderable que se llamaba “buen gusto” y regía también sobre lo que podía pronunciarse y escribirse. Funcionó igualmente para los escritores. Lo que estaba marginado en la intimidad o el delito no iba a parar a las páginas de los libros, excepto en esos manuscritos audaces y anónimos que circulaban clandestinamente para recreo y escándalo de cierta lectoría. Piénsese en Chaucer, en Quevedo, en Espronceda. Hubo un tiempo en que el diccionario no recogía las palabras malsonantes, esas indispensables para que cierto rostro feo de la vida pueda mostrarse en su misma fealdad.
Como la inteligencia no es binaria sino multifacética, la literatura no se puede solamente ubicar en posiciones extremas. Anda por todos los caminos y posibilidades del crear y del decir. Se acoge a tendencias y estilos, se deja marcar por épocas y personalidades autorales, pero no declina en el afán que la caracteriza: recogerlo todo, dar cuenta de infinitas formas del hecho de vivir y de morir. La literatura es totalizante. (O)









