O también podría hablarse de la historia secreta de los libros, y el relato de esa historia sería interminable, no solo de los libros acabados sino de los incompletos y truncos, aquellos que no alcanzaron a ser concluidos por sus autores, sea por su muerte o por abandono, más lo primero que lo segundo, porque a los abandonados suelen destruirlos sus propios autores, inicios o conatos que, sin saber por qué, quedaron atrás, y en esto no media el oficio, hasta los grafómanos abandonan historias por más que sean prolíficos, como si no hubieran logrado ese cortocircuito definitivo que los hace necesarios e ineludibles, necesaria su culminación, ineludible su escritura, es decir, hasta lograr su acabamiento, de manera especial los acabados con su historia secreta, años o meses o semanas en las que sus autores se encierran para cumplir con el incendio, la estampida o el río –las comparaciones pueden variar, no la desmesura y la agitación– de imágenes y palabras que exigen tiempo y encierro para volcarlas y darles un ordenamiento, borrarlas y reescribirlas, nada se pierde, siempre queda temblando lo perdido, y volverlas a ordenar, en un trabajo sin fin que no parece tener explicación muy clara ni propósito definido, y hasta en los casos reivindicativos ni siquiera hay una sustentación bien argumentada sino un despliegue de imágenes y situaciones, llamadas poéticas, que por sí trasmiten y reflejan y critican (y superan, si hay talento) lo que su autor no sabe definir en ideas o postulados ideológicos, lo que importa poco, porque ya lo creado lo trasmite y convence, y como advirtieron muchos que saben del oficio: un gran libro siempre supera a su autor, aun a pesar de sí mismo, de su experiencia y sus prejuicios, sobre todo si hay talento y el autor sabe escucharlo y dejarlo fluir de una u otra manera, necesario ese encierro en la escritura para lograr ese libro, ese abandono que explicaba Stephen Albert al descendiente del novelista Ts’ui Pên, quien “renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad”, dicho eso en la prosa siempre inesperada de Borges, porque ya me dirán cuáles pueden ser “los placeres de la opresión” si no se contrarrestan con la mala conciencia de la crueldad. En cualquier caso, volviendo al tema, todo libro exige esa escritura secreta de la que poco se sabe, o casi nunca se sabe nada, salvo cuando aparecen diarios y cartas y apuntes sobre el proceso, más abundantes cuanto más cercanos son sus autores a este siglo, al menos desde Flaubert, que solía quejarse, aunque en realidad era un alarde, de que en un día había escrito un párrafo, o Monterroso que en una línea se advertía fecundo, un Balzac, porque había terminado esa línea, y de ahí para acá los libros, especialmente las novelas, dan cuenta de su encierro y dificultad o embarazo, y lo tematizan como lo hizo Proust ya para siempre en oraciones interminables, o advierten que la novela está por llegar y nunca llega, razón por la que Agamben acertó cuando explicó que de una novela es posible, en el límite, aceptar que la historia que en ella debía contarse al cabo no se cuente, lo que podría volver absurdo ese encierro, puesto que no se contó lo previsto, y, sin embargo, se contó algo distinto, quizá lo que realmente se necesitaba contar y no lo que se suponía, de allí el valor de ese encierro en la escritura secreta, ascesis o penitencia para que el espíritu se libere de este chisporroteo del lenguaje, logorrea o también llamada afasia de Wernicke, donde se habla sin parar y no se dice nada, todo desarticulado y sin sentido, acumulativo y sin orden, casi como estas líneas si no fuera porque se le pide al lector que respire hondo para terminar estas dos largas oraciones y perciba la tensión que sostienen quienes se encierran a escribir un libro, especie de penitencia, placentera a veces, no siempre, hay que decirlo todo, para limpiar un poco el lenguaje de las palabras de los otros y acercarse a la propia sintaxis con un orden distinto al masivamente compartido cada día, ya que eso permite el encierro, especie de liturgia laica por la que en la página en blanco o en la pantalla vacía se percibe el propio rostro en blanco o vacío y así descubrir o presentir lo que está inscrito debajo, como un tatuaje subcutáneo donde es fácil reconocer esas palabras remotas a las que se podría llamar personales y que nadie verá jamás a simple vista con un saludo o en una conversación, por más intensa que sea, palabras bajo la piel que exigen ese encierro, ese silencio, ese retirarse del ruido mundano no por desprecio a él, ni mucho menos, porque el lenguaje siempre es un homenaje al mundo por más que se lo retuerza hasta lo imposible, y la escritura en secreto es precisamente eso: sacar esas palabras bajo la piel y mostrarlas a ese mundo que las hace circular sin distinción y a las que, súbitamente, de forma inesperada, se las detiene en su circulación enloquecida con un brillo mínimo, casi el paréntesis de una música diferente en la que resuena un ritmo interior que se creía perdido y que no está perdido, un ritmo que habla de lo mejor y peor de cada uno, pero siempre de cada uno, abandonados y olvidados por ese rumor de máscaras, modelos, tópicos y lugares comunes con los que se quiere inducir un falso reconocimiento según las constantes, lineamientos o proclamas de una fe, de una ideología o de un grupo de mercado, cuando ese ritmo es mucho más propio y más hondo, y a partir de ese escucharse a sí mismo es posible escuchar mejor a los demás. (O)