Cuando Assange ingresó a nuestra Embajada en Londres en 2012, no era un perseguido político. Es más, nunca lo ha sido. En aquella época lo que había contra él era un pedido de extradición de Suecia por una denuncia de delitos sexuales cometidos en Estocolmo, infracciones que no acarrean pena de muerte o cadena perpetua. Cierto es que meses antes Assange había revelado miles de cables reservados del Gobierno estadounidense, los que le habían sido suministrados por un soldado de apellido Manning. A pesar del malestar que esto provocó en Washington, la Fiscalía optó por no encausarlo a Assange. En ese entonces no tenía claro si él había o no ayudado a Manning a romper las seguridades del sistema informático. Si Assange se había limitado a simplemente publicar los cables –como él decía–, había el riesgo de que invoque exitosamente en corte de los EE. UU. la Primera Enmienda (caso New York Times y Papeles del Pentágono), si bien su estatus de periodista es harto dudoso. Pero lo que sí hizo la Fiscalía fue procesar a Manning por el delito informático de violar sistemas informáticos, siendo condenado a prisión; no a pena de muerte. Obama posteriormente lo habría de indultar.

A menos que los delitos sexuales califiquen como “delitos políticos”, no había entonces razón humanitaria alguna para concederle el asilo a Assange. Ese fue el día en que Correa –como todo lo que él toca– corrompió esta figura jurídica tan importante para el derecho internacional y, de paso, dañó nuestras relaciones con Inglaterra y Suecia. Pero también fue el día en que su narcisismo tocó el cielo. Su vanidad, megalomanía y engreimiento se inflaron como pavo. Los medios internacionales, los foros de izquierda, todos hablarían de él desafiando al “imperio”.

Assange, entretanto, hizo lo que le vino en gana en nuestra Embajada. Interfirió en las elecciones estadounidenses revelando correos electrónicos de la central del Partido Demócrata para perjudicar la candidatura de Hillary Clinton, entabló relaciones con agentes de inteligencia rusos, azuzó el separatismo catalán, chantajeaba y vivía como un sibarita gracias a los 7 millones de dólares de los ecuatorianos. Cuando un periodista de un diario europeo le hizo notar que de no tacharse los nombres de los rebeldes afganos que aparecían en los cables era probable que sean asesinados por los talibanes, a Assange simplemente no le importó. Igual cosa sucedió con los activistas chinos de derechos humanos. En fin, otro narcisista que se creía el ombligo del mundo.

Fue recién en 2017 que un gran jurado a instancia de la Fiscalía estadounidense presentó cargos contra Assange –y que fueron revelados la semana pasada– por graves indicios de que, en efecto, había colaborado activamente con Manning para penetrar ilegalmente el sistema informático del Gobierno, aunque no por publicar los cables. Y de allí el pedido de extradición.

Mientras el uno, prófugo de la justicia y derrotado en las urnas, yace escondido en un ático belga, el otro duerme hoy en una cárcel londinense. (O)